Crítica Vertele

'Chernobyl': la mejor serie del año escupe fuego, huele a metal y no tiene dragones

Imagen promocional de la serie 'Chernobyl'

José Antonio Luna

Es la noche del 26 de abril de 1986. Una pareja que vive en un pequeño piso cerca de Prípiat, una ciudad al norte de Ucrania cercana a Chernóbil, entonces parte de la URSS, está a punto de irse a dormir. De repente, algo les sorprende desde la ventana. A lo lejos se ve una llamarada. Pocos segundos después, una explosión hace retumbar el edificio. Él, que es bombero, se viste rápidamente para desplazarse hasta el lugar. “¿Y si hay sustancias químicas?”, le pregunta su acompañante preocupada. La respuesta es una sonrisa. Y así comenzó el horror: con un sabor a metal impregnado en el aire mezclado con la ignorancia de quienes lo respiraban.

El reactor número cuatro de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin estalló por los aires a pesar de la incredulidad de los ingenieros. No era posible, y menos durante una prueba de corte eléctrico donde se suponía que todo estaba controlado. Pero ocurrió. Y nosotros hoy conocemos las consecuencias. Sabemos el peligro de tocar el grafito desprendido del núcleo, que no hay agua que valga contra la fusión nuclear o que la estimación inicial del nivel de radiación se quedaba muy corta. No eran 3,6 roentgens por hora, el límite de los dosímetros que tenían disponibles, sino 20.000.

Chernobyl es una serie que asfixia al espectador. Tiene la estremecedora virtud de convertir momentos aparentemente agradables en escalofriantes. Los ciudadanos observando el incendio de la central como si fuera un espectáculo de fuegos artificiales, los abrazos de reencuentro con personas infectadas por radiación, mujeres embarazadas que nueve meses después darán a luz a niños deformes… Parece una distopía. Una pesadilla de ciencia ficción digna de Orwell. Pero luego caemos en que aquello ocurrió de verdad y la sensación no solo empeora. Nos arroja a lo más profundo de la rabia, la impotencia y el miedo.

Así es Chernobyl, la miniserie de HBO sobre la catástrofe nuclear que se estrena en mayo 360

El considerado como uno de los mayores desastres medioambientales de la historia llegó a HBO cuando todos miraban hacia Juego de tronos. Y lo hizo sin hacer demasiado ruido, a la sombra del espectáculo con dragones y caminantes blancos, pero ganándose más de una alabanza entre quienes había sintonizado con el desastre ruso a través de sus pantallas.

Solo consta de cinco episodios y lleva tres emitidos hasta la fecha de este artículo, pero son suficientes para catalogarla como uno de los mejores productos televisivos del año. El guionista y director Craig Mazin (que curiosamente se ha encargado de dos entregas de Scary Movie) ha construido un relato que maneja con maestría las claves dramáticas e históricas, combinándolas entre sí para confeccionar lo que va camino de convertirse en una serie redonda.

A pesar de que el tercer capítulo baja un poco el ritmo narrativo para centrarse en las consecuencias de los afectados por radiación, es complicado seleccionar una escena que no nos haga resoplar de agobio. Ocurre en aquellas con simples diálogos donde se enumeran son las posibles consecuencias humanas del desastre. Y en otras, en las que directamente se bucea hacia el terror, la angustia se dispara hasta límites insospechados.

Es complicado analizar sin entrar en el detalle de esta ficción histórica, pero destaca un momento en el que tres personas se adentran hasta el cuello en agua radiactiva. Lo único que aparece en pantalla son las tímidas luces de sus linternas, que tintinean sin parar, y el agua agitándose con sus pasos cada vez más nerviosos. Pero lo peor no es lo que vemos, es el sonido de un dosímetro que se incrementa hasta volverse ensordecedor. Y es que Chernobyl es a las series lo que un réquiem a la música: una hermosa composición sobre la muerte cuya belleza contrasta con su significado.

Las caras del horror

La serie comienza con el científico soviético Valeri Legásov, un miembro clave para minimizar las consecuencias del accidente y hacer consciente al resto de políticos de la magnitud del problema al que se enfrentaban. Porque, si hubiera sido por ellos, ni siquiera se habría evacuado la ciudad de Prípiat para evitar la alerta sobre la Unión Soviética en una era tan dependiente de las demostraciones de poder como la Guerra Fría.

La historia de este desastre nuclear es también la de un intento de ocultación a niveles estratosféricos. En un primer momento, los responsables de alertar y evacuar a la ciudadanía consideraron que no tenían divulgar el accidente por considerarlo un riesgo para la URSS, que debía demostrar el poderío del bloque soviético frente al norteamericano. Ni a los jefes de la central ni a los dirigentes políticos les importó retrasar lo evidente cuando existían vidas en juego. Lo que prevaleció fue la negación, guardar las apariencias y esperar a ver si por algún casual todo ocurría sin que la noticia pasara más allá de la frontera. Al final ocurrió. Entre otras cosas, porque las partículas radioactivas se desplazaron en el aire hasta países como Suecia. Los soviéticos finalmente reconocieron los hechos el 28 de abril, dos días después de la explosión.

Por ello, Legásov fue alguien sometido a la presión de conocer la verdad que el resto de representantes del régimen se empeñaba en meter debajo de la alfombra. Nadie mejor para interpretarle entonces que el actor Jared Harris, una especie de camaleón que ya demostró su valía en series como Mad Men. De hecho, el registro de su actuación en Chernobyl en cierto modo se parece algo al que adopta durante la historia de Don Draper: en ambas es alguien que no puede abandonar sus fantasmas internos.

La otra cara de la moneda de Chernobyl, todavía menos simpática, se muestra a través del bombero inicialmente mencionado. Es uno de los 28 héroes que dieron su vida por sofocar el incendio en Chernóbil. Y lo hicieron sin ningún tipo de protección contra la radiación, una tan brutal que todavía hoy causa trastornos en la naturaleza y en los humanos que se expusieron a ella.

Quien traspasaba la zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor de Chernóbil automáticamente ponía un contador sobre su cabeza que le restaba minutos de vida. Aun así, era necesario hacerlo para superar los efectos y evitar un mal mayor. Militares, mineros, médicos, físicos…. Y así hasta 600.000 personas apodadas como los “liquidadores” de Chernóbil. Todos ellos, en mayor o menor medida, sufrieron las consecuencias.

El regusto amargo de Chernobyl se complementa también desde un plano auditivo con la violonchelista Hildur Guðnadóttir, colaboradora del fallecido compositor Jóhann Jóhannsson en filmes como Prisioneros (2013), Sicario (2015) o La Llegada (2016). Esta última, por cierto, es una película que a pesar de tratar sobre alienígenas parece tener ciertos puntos en común con el tono de esta miniserie histórica. En las dos la especie humana se enfrenta a lo desconocido, a la desolación de plantearse ecuaciones que ni siquiera las mejores mentes del planeta logran resolver. Por eso, el chelo de Guðnadóttir convierte notas musicales en gritos de auxilio.

Probablemente Chernobyl sea una serie que nos deje con ganas de más. Solo quedan dos episodios y, aunque los capítulos no son precisamente agradables, sí que suponen un deleite narrativo al nivel de los mejores thrillers. La diferencia es que en esta ocasión no podemos resguardarnos bajo el paraguas de la ficción. Y, aunque lo abramos, este quedaría desintegrado por una lluvia radiactiva 400 veces superior a la liberada en el bombardeo sobre Hiroshima.

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