Crítica VERTELE

Shyamalan acuna en 'Servant' una serie retorcida y obsesionada con parecerse a su padre

Servant

Lorenzo Ayuso

El desconcierto se posa en las estancias de Servant (ídem, Tony Basgallop, 2019-¿?) como una espesa película de polvo por el mobiliario vintage que decora la vivienda del matrimonio Turner. Se sedimenta en cada estancia e intoxica a sus inquilinos, causándoles una progresiva pérdida de consciencia, un estado de trance que neutraliza toda capacidad de racionalizar los acontecimientos extraños, incluso extraordinarios, que les suceden. Embriagados de su propia confusión, Sean (Toby Kebbell) y Dorothy (Lauren Ambrose) se limitan a seguir adelante, sometiéndose a los designios narrativos que se esconden al término de cada capítulo, resignados dentro de los parámetros del relato que les da cobijo.

No hay mayor incertidumbre que no ser dueño de lo que perteneces, de lo que vives o sientes, de lo que eres. Y ahí radica el gran tema de la quinta producción de ficción de Apple TV+, sin duda la más idiosincrásica de todas las estrenadas en su mes inaugural. Es lo que le ocurre a la pareja estelar, acunando a un bebé reborn con el que suplir la muerte del suyo, abriendo su residencia a una reservada niñera adolescente (Nell Tiger Free) con la que completar el tragicómico paripé. Esos dos agentes externos pronto asumen el eje sobre el que pivota la actividad en la casa, siendo sus dueños unos simples deambulantes.

Paternidad y desposesión

El desamparo funciona en una doble vía opuesta: Dorothy, periodista abnegada y narcisista, huye diariamente de la mansión, epicentro de sus traumas, para retomar su carrera profesional ante las cámaras, siendo esas intervenciones televisivas su principal interacción con su cónyuge; Sean, cocinero y bon vivant, se mantiene enclaustrado sin abandonar los límites de la propiedad bajo ninguna circunstancia, casi olvidando los usos y costumbres sociales (en los cuatro capítulos iniciales, solo abandona una vez el domicilio, brevemente, de madrugada y sin pantalones). El retraimiento social y emocional es una medida de protección, pero los deja a ambos hueros: de los episodios catatónicos de ella, incapaz de expresar, a la privación de las facultades gustativas para él, indispensables para su trabajo. Una y otro pierde el control sobre su hogar, y por ende sobre sí mismos.

En su papel de comadrón, M. Night Shyamalan establece la jerarquía al tomar al hombre como foco. Un foco, por otro lado, siempre en el límite, sin autoridad sobre el espacio ni en la relación. La modélica planificación de Renacer (Reborn, 2019) lo deja desubicado, fuera de lugar ante la fuerza desbocada de su esposa (que a menudo se impone en los planos cortos, incluso tapándolo de forma flagrante) y la brumosa presencia de su trabajadora doméstica, que le impele a esquinarse (en escorzo, recluido en los márgenes del plano). La paternidad construye pues el conflicto de Servant al menos hasta la mitad de gestación de la temporada. Lo hace con un giro retorcido: así como la autoridad del padre sobre su descendencia entra en colisión con la influencia que la sociedad tiene sobre este, en este juguetón huis clos el cabeza de familia debe lidiar con el embrujo de una niñera sobre un hijo que, de inicio, no es real, y después, ni siquiera reconoce como suyo.

El peso del apellido Shyamalan

La afinidad con el drama del hombre, reforzada con la entrada en acción de su cuñado (Rupert Grint) no impide al realizador indio-estadounidense obsequiarnos con perspectivas inéditas, por perversas, a la experiencia física de la maternidad en televisión. Su seguimiento de la mastitis de Dorothy culmina con el alivio, en un sentido amplio, que le proporciona una solícita Leanne, en una secuencia que entrecruza la transformación del cuerpo femenino post-parto con la idea de una sexualidad reprimida tal vez inaccesible para el varón.

Shyamalan agrieta así los cimientos de la familia, con la parsimonia de quien conoce los mecanismos idóneos para tal labor -esos calmosos movimientos de cámara que recorren la amplia cocina, esas miradas sostenidas en largos primeros planos subjetivos, hipnóticas en su perfecta simetría y frontalidad-, probando su virtuosismo en la cimentación del suspense. La calma chicha se instala en el ambiente cual invisibles partículas de polvo imposibles de dispersar, tensando el visionado y anticipando el brillante golpe de efecto que clausura el piloto. Una concepción (sic) aparentemente sencilla que se crece en uno los cliffhangers más efectivos del año de ficción catódica.

La sorpresa final, cabe decir, propone un juego metalingüístico quizás inconsciente, que remite precisamente a la premisa central de la paternidad: ese rasgo narrativo, que suele identificarse como característico de la prole artística de Shyamalan, y que en el fondo tanto le molesta al director de El sexto sentido (Sixth Sense, 1999), es en Servant un rasgo predeterminado, casi una manipulación genética con la que pretende presuponer su linaje. El cineasta no participa de la génesis de la serie, cuya autoría corresponde a Tony Basgallop. Este, sin embargo, se afana en remedar esa apariencia shyamalanesca, tratando de encarnar el espíritu del director en su ausencia. Eso conlleva forzar la inclusión del giro final en las siguientes entregas, sin alcanzar en resonancia al precedente, y acarrea un peligro para la criatura: que Servant acabe convirtiéndose en el propio bebé reborn de lo que se alumbró en su comienzo. Que se resigne a no ser ella misma, perdiéndose en una estructura que deje de corresponderle. Que deambule por la pantalla tan confundida e intoxicada como sus personajes.

Por ahora, el retoño parece fuerte para salir vivo. Habrá que confiar en la buena mano de sus padres.

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