Crítica Vertele

'Mindhunter' temporada 2: la mejor serie de asesinos no necesita sangre

Charles Manson (Damon Herriman) en la segunda temporada de 'Mindhunter'

José Antonio Luna

No es gratuito que la segunda temporada de Mindhunter llegue en mitad de agosto. Han querido aprovechar el impulso del estreno de la película de Tarantino, Érase una vez en... Hollywood, para arrastrar a la pequeña pantalla a quienes se quedaron con ganas de conocer más sobre Charles Manson y la brutal matanza de Cielo Drive. Pero quienes acudan a la serie en busca de sangre, tiroteos y acción van a llevarse una decepción: en esta no se recrean los hechos. Como su propio nombre indica, lo que hace es explorar en las tenebrosas mentes de quienes, entre otras cosas, fueron capaces de acuchillar 16 veces a Sharon Tate, embarazada de ocho meses.

Mindhunter Mindhunterirrumpió en Netflix con una primera temporada sobresaliente que demostró que para tomar el pulso al espectador no se necesitaba más que un buen guion y unos actores a la altura. Presentaba cómo la psicología, a pesar de ser infravalorada por la mayoría, se empezó a abrir caminos en cuerpos como FBI. Los criminales no podían ser simplemente etiquetados como “locos” y encerrados en una celda. Había que comprender las razones tras sus actos, por muy irracionales y sádicos que estos fueran, para analizar estos comportamientos y así evitar potenciales asesinos en serie. Como era de esperar, la investigación no salió exactamente tal como se esperaba.

Es ahí donde arranca esta nueva hornada de episodios, con un Holden Ford (Jonathan Groff) recuperándose de un brote de pánico. ¿La razón? Un abrazo fortuito con Ed Kemper, también conocido como “El asesino de las colegialas”. Ese abrazo, aparentemente inocente, significaba que el joven psicólogo había traspasado la línea entre lo profesional y lo profesional: no podía ser que un psicópata le viera como uno de sus mejores amigos.

El racismo, telón de fondo en la segunda temporada de 'Mindhunter' (vídeo) 360

La línea entre la locura y la cordura es tan fina que a veces se confunde, y por eso nada mejor que un director tan habituado a plasmar esto como David Fincher. Se encarga de los tres primeros episodios y sirve para marcar la identidad de los siguientes. De hecho, en esta producción se puede ver gran parte del del clima y el poso narrativo que aparecen en filmes como Seven o Zodiac (especialmente de este último).

Esa es la razón por la que Mindhunter es un rara avis dentro un catálogo de Netflix. En una era dominada por el poder del algoritmo y por el producto creado “a la carta” del espectador, la serie dirigida por Fincher propone largas escenas que solo hacen gala de su guion para mantenernos pegados a la pantalla. No hay disparos, solo planos y contraplanos de preguntas y respuestas.

En esta nueva entrega quizá se haya perdido algo de la tónica a la que estábamos acostumbrados: un asesino, una entrevista y unas declaraciones sobrecogedoras. No significa que no las haya, pero difícilmente se igualan a esas escenas de Ed Kemper charlando con Holden mientras le contaba qué barbaridades hacía a sus víctimas. Puede que Charles Manson (interpretado por Damon Herriman, mismo actor que en la película de Tarantino) consiga recordarnos algo de esa tensión, pero esta vez serán otros los traumas que nos harán mordernos las uñas. Y cambiar el foco es justo uno de sus aciertos.

Un aspecto curioso es que en esta ocasión los agentes del FBI parecen haberse convertido en una especie de estrellas del rock, capaces de atraer la atención de otros interesados en los detalles escabrosos de sus entrevistas. Al igual que nosotros, los espectadores, las personas que rodean a los psicólogos demandan más y más historias perturbadoras sin escrúpulos a revolcarse por el morbo. Se tiene en cuenta a quien está al otro lado de la pantalla, como si nosotros fuéramos en esta ocasión los que están en una mesa frente a una grabadora siendo cuestionados por los guionistas.

Los asesinatos de Atlanta

Esta vez los protagonistas abandonan el oscuro sótano de la comisaría para dirigirse a Atlanta, donde se están desarrollando una serie de crímenes a los que la policía no parece prestar atención. Entre 1979 y 1981 fueron hallados 28 cuerpos de jóvenes negros, haciendo que la ciudad sucumbiera a un estado de pánico. Jugar en el parque o ir al colegio se convirtió en una actividad de riesgo para niños que desaparecían y días después eran encontrados flotando en el río.

El caso de los ATKID (Atlanta Child Murders), sigla que el FBI utilizó para definir a las víctimas, es uno tan controvertido que todavía hoy continúa despertando interrogantes: el pasado mes de marzo empezaron a analizar de nuevo las pruebas y el culpable, entrevistado en abril por The New York Times, niega rotundamente la autoría de los hechos. Es más, actualmente la mayoría de los casos siguen sin procesar más allá de los dos asesinatos atribuidos al principal sospechoso.

Se trata de un escenario perfecto para dar rienda suelta a un thriller policial propio como el de Mindhunter. La paranoia se desata a niveles insospechados teorías, conspiraciones y pistas aparentemente verdaderas que luego resultan ser falsas por completo. A todo ello hay que sumarle el relato íntimo de cada personaje que se mezcla con el desarrollo del caso.

Lo importante es descubrir quién se encuentra detrás de las desapariciones, pero la serie no olvida el factor humano tras las investigaciones. El policía que no puede aguantar un turno de noche por echar más horas de la cuenta o el viejo sargento que se niega a salir de su zona de confort son solo algunos ejemplos. Pero, si hay un drama que tinta de negro esta temporada, ese es el que atraviesa Bill Tench (Holt McCallany) en su núcleo familiar. No entraremos en detalles, pero este conflicto le lleva a situarse a medio camino entre Atlanta y su hogar sin realmente estar en ninguno de los dos. En su mirada se aprecia el cansancio, pero también la impotencia de no poder resolver dos situaciones que le superan.

Este esfuerzo por dotar a los protagonistas de una intrahistoria parece flaquear un poco con Wendy Carr (Anna Torv), la científica y académica que dirige la investigación. No porque los hechos que se narran no sean curiosos, sino porque su trama parece más complementaria que un núcleo para la historia. Existen algunas escenas curiosas e inteligentes que sirven para dar un repaso al machismo del FBI y retratar las consecuencias de vivir en un mundo masculinizado y heterosexual, pero no incide lo suficiente como para que el espectador logre olvidar lo que realmente le interesa: los niños que mueren sin parar en Atlanta.

Mindhunter no habla solo de psicología. También lo hace de hipocresía y de hasta dónde se es capaz de llegar por tener la razón. Es una lucha de egos: el de Holden por verificar su teoría y el del asesino por conseguir su cometido. Porque, al final, los comportamientos psicopáticos no son exclusivos de quienes están entre rejas.

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