Crítica Vertele

'Stranger Things 3': más de lo mismo (y ese no es el problema)

'Stranger Things 3': más de lo mismo (y nada más)

Francesc Miró

Acusar de falta de originalidad a una serie como Stanger Things, hasta cierto punto, puede resultar absurdo. Una ficción que hizo del pastiche virtud, que capitaneó todo un fenómeno cultural en torno a la nostalgia y que supo galvanizar la estética de la cultura pop de los ochenta de forma cautivadora... nunca tuvo la innovación como bandera.

Por eso, Stranger Things 3 no traiciona las expectativas del espectador: da lo que promete. Ahora bien, tal vez lo que prometía, en el fondo, era poco más que ser un entretenimiento bien formulado, con carisma y arrojo. Exigirle más podría rozar el autoengaño. Pero exigirle menos sería un error de juicio.

De ahí que esta tercera temporada resulte frustrante pero no por traicionar el espíritu Stranger Things, sino por seguir incólume en los mismos postulados dramáticos, narrativos y discursivos sobre los que se sostenía la primera temporada. Stranger Things 3 es entretenida, engancha, es sexy. Pero también es complaciente, repetitiva y superficial. La fórmula acusa ya de cierto cansancio.

Los protagonistas de 'Stranger Things' se enfrentan a su mayor amenaza en el tráiler final de la 3ª temporada 360

Crecer y luchar contra demogorgones

Stephen King solía contar que la semilla de It, posiblemente su gran novela, estaba inspirada en un terrible hecho real: el asesinato homófobo de un chaval al que tiraron de un puente en Bangor, Maine, residencia del escritor.

A partir de este hecho, King construyó una novela que nunca versó, realmente, sobre un payaso malvado sino sobre la naturaleza cíclica y contagiosa del miedo. Sobre cómo la irracionalidad y el odio son una parte esencial del ADN norteamericano, y llevan a sus personajes protagonistas a enfrentarse siempre a los mismos problemas y cometer los mismos errores. It no iba tanto de unos jóvenes que tenían que vencer sus miedos como de una comunidad -Derry, trasunto del Bangor real-, fundada sobre unos valores perniciosos y conflictivos.

En este sentido, Stranger Things 3 pretende que creamos que no versa sobre unos chavales enfrentándose, por tercera vez, a criaturas de otra dimensión sino sobre el paso de la infancia a la adolescencia, el despertar sexual y el conflicto generacional.

El error de cálculo, más allá de que Stephen King solo hay uno, es la torpeza con la que los hermanos Duffer plantean su retrato del pueblo de Hawkins como reflejo de la Norteamérica de los ochenta. Asoman conflictos como el impacto económico de un centro comercial sobre negocios de proximidad, el sexismo en el ambiente laboral de un pequeñísimo periódico con el personaje de Nancy Wheeler, o la libertad y la sororidad en los personajes de Max y Once -la ruptura sentimental como paso a la autoafirmación-.

También se subrayan los últimos coletazos de la Guerra Fría antes de la caída del Muro de Berlín -sorpresa: los villanos también son soviéticos en Stranger Things-, hasta tal punto que se recurre a la narrativa de La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel para afianzar el concepto de que 'el enemigo está entre nosotros'.

Pero todos estos conflictos 'flotan' -dejamos aquí las referencias a It-, sin más ambición que resultar agregados benévolos. No sostienen un discurso, decoran a modo de marco un cuadro de los ochenta ya de por sí suficientemente barroco.

A eso se añade un desarrollo de personajes problemático por su concepción del despertar sexual y la inherente rebeldía adolescente. Carente de cualquier elemento dramático de peso, los amoríos o los conflictos entre 'colegas' por preferir salir con chicas que jugar a Dragones y Mazmorras, esconden su frivolidad con más acción que nunca. Maquillan su falta de credibilidad con la simpatía que siguen destilando los recuerdos de los protagonistas de aquella lejana primera temporada.

¿Y más allá de eso? Poco más. Aventura teen de espíritu desenfadado y cliffhanger perpetuo. Millie Bobby Brown molando, David Harbour cabreado y suspirando constamentemente y Winona Ryder mirando al vacío con extrañeza. Todo en orden, sigan circulando.

Un anuncio de ocho horas

Con todo lo dicho, cabe insistir en que el problema de Strager Things 3 no es que sea más de lo mismo que las anteriores dos temporadas. Sabe manejar la tensión, sabe crear y sostener vínculos con el espectador -o con su nostalgia-, y conoce los límites de su propuesta. En la repetición, de hecho, se encuentran algunos de sus mejores gags. Y en su constante escalada por hallar un peligro cada vez mayor, esta vez la acción toma una relevancia muy significativa en la narración.

Tal vez el aspecto más conflictivo de Stranger Things sea, precisamente, que funcione como un entretenimiento perfecto. Pues a base de virar sobre sí misma, el gesto empieza a parecer más impostado. Y entonces es cuando aspectos que antes solo permanecían subyacentes, se ven ahora en todo su esplendor.

Stranger Things es, de forma más evidente que nunca durante esta temporada, un carísimo anuncio de una forma de comprender la vida inherentemente vinculada al consumo capitalista. Es un monumento al 'american way of life' más acrítico.

No es casualidad que la apertura de un centro comercial en Hawkins, que se apunta como motivo de discusión, termine siendo el templo de liberación y autoafirmación cultural de los protagonistas. Como tampoco lo es la vinculación de su progreso emocional a la compra e ingesta de marcas concretas.

Mucho menos lo es percatarse de hasta qué punto es descarado el product placement. En el 85, Coca-Cola lanzó una receta más dulce llamada 'New Coke'. Pero resultó ser un auténtico fracaso comercial que obligó a la marca a volver a la receta clásica. Y como eso ocurrió el mismo año en el que se ambienta Stranger Things 3, Coca-Cola ha conseguido que todos los personajes jóvenes beban New Coke. Un acuerdo con Netflix que viene acompañado de una línea de ropa y medio millón de 'latas edición limitada' que se venderán en Estados Unidos.

Y ese es solamente el product placement más destacado. Como decía Irene Sierra en Magnet, Stranger Things es más que una serie un escaparate. En esta temporada hasta 75 marcas han abordado la puesta en escena, anunciando sus productos en pantalla. Entre ellas, Levi's o H&M que cuentan con línea de ropa para la ocasión. O Burger King, que ha lanzado su Upside Down Whopper.

No es ya que sea una ficción que, a base del cliffhanger, pueda parecer un tráiler de sí misma sino que sirve como vitrina perfecta para decenas de marcas y productos Terreno fértil, el de la nostalgia, para el liberalismo desenfrenado.

Este aspecto puede parecer baladí, pero ninguna ficción es inocua. En determinado episodio de Tuca y Bertie, las dos aves protagonistas recorren un centro comercial y visitan una tienda llamada 'Cosas de chicas', que vende complementos. Pero la escena deriva rápidamente en una crítica del género binario y una sátira sobre el marketing de la nostalgia -cómo el sistema nos empuja a gastar dinero en cosas que nos hacían felices cuando teníamos doce años-. Y, finalmente, recurre al surrealismo para convertir de forma literal a un personaje secundario en un tenderete ambulante, aludiendo a que, quién pasa mucho tiempo en un ambiente así se convierte en el producto mismo.

Aquí, asistimos a cómo Once -Millie Bobby Brown- va por primera vez 'de compras'. Y eso se considera un rito iniciático que le descubre todo lo que se está perdiendo por no consumir, por ser una joven fuera del sistema. Hasta convertirla, claro, en una creyente más de esa religión llamada capitalismo. Porque Stranger Things ya es el producto en sí mismo.

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