Crítica Vertele

'Bienvenidos al Fin del Mundo': ciencia ficción de alta graduación

'Bienvenidos al Fin del Mundo': ciencia ficción de alta graduación

Lorenzo Ayuso

“La vida no es como en las películas, ¿verdad? Nos hacen creer en que las cosas se resolverán y se reestablecerá el status quo ideal, y no es así. Los finales felices son un mito, diseñados para hacernos sentir mejor por el hecho de que la vida es otro esfuerzo desagradecido”. Esta declaración tan agria salía de los labios de Simon Pegg cuando la primera temporada de Spaced (1999-2001) tocaba a su fin. Era 1999, y su personaje, Tim Bisley, explicaba sus ansiedades por encontrarse sin brújula camino de los treinta, sin haber alcanzado los niveles mínimos de prosperidad que el sistema se esfuerza en imponer.

Catorce años después, Bienvenidos al Fin del Mundo (The World’s End, Edgar Wright, 2013) un desgañitado y profundamente ebrio Pegg enlaza con aquel diálogo televisivo hablando de su añorada juventud: “Todas esas promesas y ese optimismo de mierda, esa sensación de conquistar el universo... ¡Era una gran mentira!”. No deja de tener sentido que en la introducción atisbemos entre scratches la partitura de Jerome Moross para Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958): un relato épico en 16mm en el que cinco adolescentes parten en una cruzada alcohólica para descubrir la vida adulta. Un páramo por explorar y dominar, pero que, sin embargo, acaba por domarles a ellos.

La madurez como “starbuckización” del ser humano

Como Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004) y Arma fatal (Hot Fuzz, 2007), Bienvenidos al Fin del Mundo versa sobre la madurez, el ir hacia adelante y encontrar el sitio. Sin embargo, el panorama que encontramos nunca había sido tan doloroso: Gary King, el artúrico protagonista, vomitado por la vida tras una borrachera de hace más de dos décadas, reúne a su banda para una última intentona por conquistar la llamada Milla de Oro, el tour etílico que una vez no fueron capaces de terminar. Aquel recuerdo es lo único que le queda, y por eso trata de reafirmarlo aferrándose a él: apurando esas colillas de la pubertad, como si la eterna Corrosion de The Sisters of Mercy no hubiera dejado nunca de dar vueltas en el giradiscos. La misma ropa, los mismos hábitos de los dieciocho se reproducen en los cuarenta de King, frente a los vestuarios intercambiables de sus cuatro compañeros de fatigas, integrados todos en la pirámide social.

El problema surge cuando King y compañía se encuentran con que ese recuerdo que añoraban también ha cambiado y sus antiguos paisanos han sido reemplazados por robots huecos por dentro. La película, cuyo primer tercio parecía plenamente asentado en la comedia generacional con poso dramático, se hibrida con el fantástico sin resentirse lo más mínimo, amplificando con los códigos genéricos la angustia vital de sus protagonistas.

Lo que se nos plantea entonces es una sociedad distópica en la que se aboga por la starbuckización: de igual manera que los pubs que recorren han perdido sus señas de identidad hasta homogeneizarse, el futuro para los humanos se basa en la supresión de la diferencia y en el vaciado de contenido. Un futuro ordenado por superestructuras, invisibles pero ubicuas, empeñadas en decir cómo comportarse. Un futuro que tampoco se antoja demasiado alejado de nuestro mediatizado presente.

Una aventura infinita y divertidísima sobre nuestros miedos más dolorosos

Mirando con un ojo al ci-fi de los cincuenta y con el otro al Carpenter más apocalíptico –de La Cosa (The Thing, 1982) a Están vivos (They Live, 1988)–, y con unas coreografías que Liu Chia-Liang y Sammo Hung a buen seguro aprobarían, Bienvenidos al Fin del Mundo es una aventura infinita y divertidísima, que corrobora, por si quedaran dudas, la sensibilidad del aún no suficientemente valorado (a juzgar por la muy deficiente distribución de sus obras) Edgar Wright para combinar bricolaje y reapropiación cultural, desopilantes y rapidísimos gags y genuino costumbrismo británico. El resultado raya la excelencia. Lo mejor del filme no es ya su modélica asimilación de los géneros en escenarios reconocibles y cotidianos; ni la modélica conjunción entre acción y comedia de sus set pieces. Lo mejor estriba en su capacidad para hacernos disfrutar, aun a pesar de haber expuesto con verdad desgarrada los temores que nos traspasan a medida que vamos sumando primaveras. Miedo a perder el ímpetu juvenil, a perderse uno mismo, a no estar a la altura de las circunstancias ni a que las circunstancias estén a la altura de lo que esperábamos de ella. Miedo, en resumen, a que la vida no sea más que “otro esfuerzo desagradecido”, como afirmaban en Spaced.

Como la cerveza, Bienvenidos al Fin del Mundo nos sabe tan bien que digerimos ese regusto amargo. Y con películas así vale la pena emborracharse.

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