Crítica Vertele

'Las Brujas de Zugarramurdi': desbordando la marmita y torturando al guaperas

'Las Brujas de Zugarramurdi': desbordando la marmita y torturando al guaperas

En “El cine español no es cosa de brujas”, Javier Pulido desgranaba uno de los grandes males que ha afectado a la cinematografía fantaterrorífica española: un olvido reincidente de los mitos y leyendas que han llenado las apergaminadas páginas de la España negra. Un campo fertilísimo, este, que, sea por una arraigada endofobia cultural o por una falta de confianza dentro de un género que siempre ha tenido mejor prensa tras nuestras fronteras, permanece por explotar. Como las meigas, que haberlas haylas, también han aparecido en los últimos tiempos más que estimables ejemplos patrios de género que miran hacia dentro, hacia esa sombras por alumbrar. Y decimos aparecidos porque, como fantasmas, estos filmes han pasado casi inadvertidos por las carteleras, solo avistables para el espectador iniciado. Lobos de Arga (Juan Martínez Moreno, 2011) u O Apóstolo (Fernando Cortizo, 2012) son los más evidentes y recientes ejemplos, lastrados en ambos casos por lamentables estrategias promocionales y de distribución.

La recuperación del folclore nacional y autonómico como materia prima alcanza su punto álgido –al menos, en términos de visibilidad– con Las Brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013). La undécima película del De la Iglesia se nutre de los hechos acaecidos en la localidad navarra que da título al filme, aquelarres celebrados en sus cuevas por mujeres que conjuraban al macho cabrío. Una revisitación de ese pasado atávico enterrado en nuestra geografía que a la vez certifica un regreso a los orígenes mismos del director, especialmente tras la lánguida La chispa de la vida (2012). Frente al estatismo de aquella, que se contagiaba de la parálisis de su protagonista, esta se erige como divertimento directo y acelerado, como una gran atracción repleta de tirabuzones en su desarrollo.

De la Iglesia dirige como poseído, haciendo de la lucha de sexos una batalla campal

Las Brujas se abre a tiro limpio, con una atronadora secuencia que nos puede retrotraer por igual al fusilamiento de los Reyes Magos de Preciados en El Día de la Bestia (1995) como al apabullante prólogo guerracivilesco de Balada Triste de Trompeta (2011). Tras este episodio, lejos de apaciguarse, el relato continúa avanzando a ritmo vertiginoso, hasta toparse con las anunciadas hechiceras de Zugarramurdi. De la Iglesia actúa como poseído tras la cámara, abrazando el exceso como si no hubiera un mañana, convirtiendo la lucha de sexos en una auténtica batalla campal repleta de casquería y sarcasmo.

Se atisba una cierta urgencia, una necesidad imperiosa de purgar sus propios demonios en las figuras de sus protagonistas, unos hombres cuya masculinidad entra en crisis ante el dominio de lo femenino. La referencia a El hombre de mimbre (The Wicker Man, Robin Hardy, 1974) se antoja evidente en este aspecto, si bien en su ejecución se emparente con el despiporre de Abierto hasta el amanecer (From Dusk Till Dawn, Robert Rodríguez, 1996) o Vampiros (Vampires, John Carpenter, 1998). Las mujeres como una horda hambrienta y poderosa, ante la que poca oposición cabe, las que toman las riendas y, al final, las que deciden el bien o el mal.

Hugo Silva y Mario Casas, marionetas sin actractivo ante el control de las féminas

La presencia estelar en la función de Hugo Silva y Mario Casas, que a más de uno pueda resultar poco menos que una traición del director a los preceptos que un día defendiera el inefable Ramón Yarritu, no hace sino sublimar el tema central de la película. Aparte de sacar partido a una vis cómica a menudo ignorada, lo interesante de colocar a estos dos suspiradísimos adonis en la picota es verlos reducidos a marionetas valleinclanescas ante el control de las féminas: castrados y avasallados, hechos unos guiñapos (en el caso de Silva, literalmente un Cristo), dinamitan el mito erótico que sus aventuras televisivas previas habían contribuido a levantar.

Sus personajes se quedan en eso, en zoquetes sin atractivo alguno, y a pesar de ello (o justo por eso), simpáticos. De la Iglesia disfruta torturándolos –o, mejor, dejando que una arrolladora Carolina Bang los torture– y nos hace disfrutar con ello, haciendo realidad el sueño de cualquier afiliado a Acción Mutante.

Solo al llegar la crecida del último acto la película sale de sus cauces

Las Brujas de Zugarramurdi transcurre como un torrente desenfrenado, cargado de set pieces rotundas e hilarantes –ese frustrado banquete de hombres, a medio camino entre Abbott y Costello contra los fantasmas (Abbott & Costello Meet Frankenstein, Charles T. Barton, 1948) y Braindead (ídem, Peter Jackson, 1992)–, pero con la crecida del último acto, la película se sale de sus propios cauces. La acumulación de elementos acaba por saturar un final no todo lo satisfactorio que uno pudiera desear, por caótico, con un epílogo desacompasado que, pese a todo, aporta una interesante reflexión: el apocalipsis nace, tarde o temprano, como el fruto de las relaciones de pareja.

La pócima que cocina De la Iglesia puede no será perfecta (no lo es, desde luego), pero sí osada y estimulante, y brinda un goce prolongado al espectador. Además, sirva también para, de una vez por todas, despertar una inquietud fílmica por ese remanente cultural recluido en las páginas de “Enigmas” y similares. Más brujas en el cine español, por favor.

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