Crítica Vertele

'Dragon Ball Z: La batalla de los dioses': Cómo (no) hemos cambiado, Goku

'Dragon Ball Z: La batalla de los dioses': Cómo (no) hemos cambiado, Goku

Lorenzo Ayuso

No hace falta invocar a Shenron para encontrar la pista de Bola de Dragón, casi una veintena de años después de concluir su manga originario. Separémonos solo un lustro de la fecha actual: ha habido tiempo para que Hollywood pusiera las manos encima de Son Goku y compañía en la inofensiva Dragonball Evolution (ídem, James Wong, 2009), y hasta para que surgiera una respuesta a tal adaptación por parte de los admiradores más avezados, en forma de trailers en imagen real con aspiraciones de evolucionar a webserie –Dragon Ball Z: The Saiyan Saga (Harry Kirby, George Kirby, 2013)–; y para que la Toei limpiara el polvo al anime que atoró las pantallas de Megatrix, mientras los capítulos originales desgastan sus colores a fuerza de reposiciones infinitas en Boing y homólogos del espectro catódico. Las constantes reediciones y remasterizaciones en papel y DVD, sumadas al interés por desenterrar excentricidades como Dragon Ball Zero (Deuraegon bol: Ssawora Son O-gong, igyeora Son O-gong, Ryong Wang, 1990; recientemente editada por Trash-O-Rama), evidencia que la fuerza de estos superguerreros no se ha debilitado un ápice.

Así las cosas, no sorprende que el citado creador del universodecida revisitarlo y participar con plenas capacidades de la puesta en marcha de Dragon Ball Z: La batalla de los dioses (Doragon Bôru Zetto: Kami to Kami, Masahiro Hosoda, 2013), ante todo, una muy divertida y empática película que amalgama las múltiples encarnaciones de la extensa saga con una pulcra y colorida animación.

La nueva prueba de fuego lleva por nombre Beerus, un susceptible dios de la destrucción con reminiscencias egipcias ante el que elprotagonista, en un alarde de inocencia e inconsciencia tan característica, pretende enfrentarse, para probar sus límites y reencontrarse con la épica de desafíos pasados. Así, además, encuentra excusa para desatender sus compromisos terrenales: la fiesta de cumpleaños de su inseparable amiga Bulma, en la que se da cita el plantel completo de personajes.

El reencuentro sorprende y agrada al mostrarnos a unos héroes habituados a la pose activa y de defensa, al ceño fruncido y a la compunción, en un registro relajado y entrañable: del eternamente malencarado Piccolo probándose en el karaoke al responsable y sentido Son Gohan montando un espectáculo tras ingerir unas copas de más, sin olvidar los primeros coqueteos amorosos del pequeño Trunks. La palma y los aplausos, eso sí, han de dedicarse a ese Vegeta que ha de lidiar con las obligaciones sociales y maritales que la ocasión le impone y, a la par, soportar a esa deidad destructora que acaba plantándose en el convite con el talante de un familiar particularmente picajoso. Que el inevitable conflicto encuentre su detonante en el menú del banquete remarca el tono burlón conferido a esta reanimación. Un tono, por otro lado, inherente a todas las épocas de Dragon Ball, que el mangaka reconociera por el código de colores blanco/amarillo y rojo/azul.

Es precisamente ese extrañamiento que implica encontrarse a estos viejos compañeros de fatigas, a los que nos cansamos de ver pelear, sangrar, morir y resucitar, desenvolviéndose fuera de su entorno habitual el principal valor de esta Batalla de los Dioses. Siguen siendo los mismos de los que nos despedimos, pero ahora lejos de sus interminables combates, disfrutando (o no tanto) por una vez con trivialidades y patochadas, viviendo un necesario instante de calma entre tempestades. Quizás por eso mismo, decae en cierta medida cuando la lucha acaba dominando en su tramo final: una pelea, además, con menor resonancia de la esperable y apostillada por una resolución algo atropellada. La coreografía de golpes no logra transmitir la magnitud del enemigo con tanta contundencia como las humillaciones a las que Vegeta pueda someterse para garantizar la pervivencia de la paz.

Situada cronológicamente antes del insatisfactorio período GT, La Batalla de los Dioses vence a los puntos por condensar en 85 minutos la evolución tonal de la serie y mirar atrás con desenfado, nutriéndose de la nostalgia, es obvio, aunque sin quedarse anquilosada ni oler a naftalina. Cumple su función de establecerse como gran efemérides, como afectuoso punto de encuentro para el seguidor más acérrimo, capaz de rascar el humor en esa interminable lista de figuras congregadas (que en ocasiones poco más pueden hacer que rellenar el cuadro, tal es la cantidad de personajes) y hasta de ofrecer inspiradas y bellas soluciones argumentales (la crucial revelación de Videl). Como una alubia mágica, este decimoctavo largometraje de Dragon Ball revitalizará las pasiones del pasado, antes de que se marchiten con el olvido. Si es que tal cosa fuera posible, claro.

Ahora bien, si preguntan a quien esto escribe, el más delicioso de entre todos esos filmes sigue siendo aquella gelatinosa y a menudo despreciada chifladura ci-fi llamada El combate definitivo (Doragon bôru Z 11: Sûpâ senshi gekiha! Katsu no wa ore da, Yoshihiro Ueda, 1994). Al menos, de momento.

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