Crítica

'Érase una vez... Pero ya no', un cuento cutre que hechiza por su sinsentido

Sebastián Yatra en 'Érase una vez... Pero ya no'

Laura García Higueras

“Y vivimos infelices para siempre”. Así concluye el hechizo que durante años ha impedido enamorarse a los habitantes del excéntrico pueblo en el que transcurre Érase una vez... Pero ya no. Una serie que generó expectación desde que se anunció como “comedia musical liderada por Sebastián Yatra y Nia Correia”; y que llega este viernes 11 de marzo a Netflix en forma de producto que parece haber sido poseído por su propia maldición.

Cuesta entender qué es y qué ha pretendido ser y, por eso, su visionado se convierte en toda una experiencia en la que es imposible prever cuál será su siguiente ocurrencia. Una mezcla entre desazón e intriga que provoca que constantemente dudes sobre si lo que estás viendo es un auténtico cuadro o una fantasía. Dice la RAE que “sinsentido” es una “cosa absurda y que no tiene explicación”. Una definición hecha a la medida de esta ficción.

Érase una vez... Pero ya no mezcla dos líneas temporales, una situada en un pasado posterior al medievo, en la que dos enamorados (Mónica Maranillo y Yatra) se ven obligados a separarse porque él, como mero pescadero, no es digno para ella a ojos de su familia. Para intentar ganarse su confianza, decide marcharse a combatir a la guerra pero, antes, acude a una hechicera (Daniela Vega). Con ella hace el pacto que desata el mal de afectos en la localidad. La bruja le entrega un dragón que su amada deberá cuidar hasta su regreso y a él un talismán para que le proteja.

En caso de que le ocurriera algo a él o al dragón, nadie en el pueblo podría volver a enamorarse. Para añadir más -¿necesarias?- complicaciones, deshacer el hechizo precisa de tres condiciones: que los amantes se reencuentren y liberen al dragón en un lago cuando haya 'luna rosa', un fenómeno que ocurre únicamente cada siete años. Hasta aquí el enrevesado punto de partida en la trama del pasado que, inmediatamente, corta a un presente en el que la maldición continúa vigente. Los mismos personajes -aunque no saben que lo son- regentan y viven en un hotel cuyo principal atractivo para los turistas es ver al dragón.

En este sentido, la serie recuerda a la Érase una vez, en la que también había saltos temporales y poco a poco se iban descubriendo los parentescos de cada sujeto. El problema de esta fallida reinvención de los cuentos de hadas es que se ha quedado a medio camino de demasiadas cosas.

Manolo Caro, su artífice, que ya había patinado en Alguien tiene que morir, no consigue encauzar ni las tramas ni el tono. Lo de “musical” está presente según el capítulo, y si pretendía ser una parodia, más bien cae en el ridículo. Tampoco es una comedia, y por mucho 'brilli brilli' y estética kitsch que impone según la secuencia, lo que resulta es cutre.

Y aun así, por qué negarlo, consigue que te quedes ahí, mirando, expectante y hasta disfrutando. Su duración -seis episodios de 30 minutos- ayuda a darle ritmo y a interesarse por el devenir de este también intento de culebrón, al que no le sientan nada bien las frases impostadas. Como por ejemplo, que una joven asegure que “la virginidad es una construcción social. No estamos en el Medievo” o que posteriormente describa el matrimonio como “una construcción caduca”.

Habrían calado si el objetivo de la ficción fuera hacer una revisión desde una perspectiva moderna de los cuentos de hadas, pero pone tan poco empeño en alejarse de lo superficial, que su 'discurso' ni encaja ni es creíble. Como tampoco las alusiones al lenguaje inclusivo ni a la preocupación por el medioambiente, que más que concienciar... provocan risa.

El amor en tiempos de incapacidad emocional

El amor es el 'gran tema' por cómo nos atañe sin excepción. Y en la ficción es el primer ingrediente de universalidad sobre el que armar cualquier relato. También genera intriga: cuesta no hacer siempre nuestra quiniela sobre quiénes queremos que acaben juntos, separados, revueltos o incluso casados. En el título de Netflix hay espacio para ello y, pese a la incapacidad para amar a la que están sometidas sus protagonistas, la esperanza porque acaben consiguiéndolo genera intrínsecamente empatía.

Aun así, la ficción cuenta con otro enemigo que obliga a que no siempre nos postulemos a favor de quien realmente querríamos: las irregulares interpretaciones de su elenco. Una circunstancia que cabría esperarse de debutantes en la pequeña pantalla como Yatra, Nia o Marianillo, pero que sorprende en figuras como Asier Etxeandía y Daniela Vega.

Según la secuencia, en conjunto todos parecen sobreactuados, excedidos en sus gestos, entonaciones y movimientos. Su dirección es uno de los grandes 'peros' de la producción. Algo imperdonable si tenemos en cuenta que precisamente el reparto es uno de los grandes reclamos del título, sino el principal. En la comunión de actores con diferente experiencia, ninguno se libra de parecer estar perdido en más de una, dos y tres ocasiones. Salvo Rossy de Palma, que es quien mejor se lo pasa.

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