Crítica

'Pobre diablo': una candorosa invocación del humor y el amor “chanante”

Fotograma del episodio 1 de 'Pobre diablo'

Lorenzo Ayuso

Las películas no deberían ser tu único referente”, aconsejan a Stan, el hijo del Anticristo, después de que este equipare sus andanzas a las del esquema prototípico de las comedias románticas estadounidenses. La sugerencia se torna irónica, pues se inserta en una serie, Pobre diablo, argamasada precisamente con un empastado multirreferencial. No solo las que conjuran la temática satánica de su argumento, las aventuras en la Tierra del vástago de Satán, reacio a seguir los designios de su padre; sino las que sirven para componer el escenario mismo donde transcurre, un Nueva York libérrimo, entendido como sucesión de lugares de paso que el público, y sus creadores mismos, Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla y Miguel Esteban, han transitado a través de la pantalla.

La coartada luciferina, trabajada desde una perspectiva agnóstica y ligera, partiendo del tópico reconocible como ya lo hiciera La semilla del diablo, resulta tan irreal como la ambientación en un mundo ajeno a priori real. Pretendidamente existe, lo hemos imaginado o concretado en imágenes, pero no lo hemos palpado. De ahí se trabaja una sensación de liberación total sobre la que construirse y con la que desarrollarse, como ya ocurriese con las continuidades que atravesaban La hora chanante (2002-2007) hace ahora 20 años.

Amparada por HBO Max, Pobre diablo supone tanto una evolución formal como una reivindicación de una manera de entender el humor alejada de coyunturas. Un humor que tiende siempre hacia el absurdo, pero que no pierde en su formulación una cierta ingenuidad.

Esa candidez está representada con el personaje principal, Stan, un adolescente en pugna con su terrible destino como aniquilador de la humanidad recién llegado a una Tierra que solo ha conocido a través del audiovisual, y a cuyas maldades y rutinas es ajeno. Frente a lo grandioso, y funesto, de su cometido, la criatura, y la serie por extensión, se refugia en las situaciones mundanas, en anecdotarios que le permiten rehuir de sus responsabilidades, como en un paréntesis eterno. La alusión a El príncipe de Zamunda en clave pandemoníaca, que el trío hacía explícita en su puesta de largo en festivales, es plena, no solo en cuanto a lo puramente narrativo, sino también al cariz desenfadado que impera.

No cuesta encontrar el paralelismo entre esta y las inmediatamente previas Cámera Café. La película y Dos años y un día, que contaron con la totalidad o parte del mismo talento en labores creativas (Reyes y Esteban escribieron el guion del filme, que dirigió Sevilla, quien también firmó los dos mejores episodios de la sátira de Atresplayer Premium, con Esteban entre sus artífices): ese Nueva York construido a base de postales cinematográficas (el piso del edificio Dakota de La semilla del diablo, el Carnegie Hall, el Central Park de los créditos de Friends) es un hábitat controlado como la oficina del largometraje y la cárcel de la sitcom, despegado de la realidad y de sus códigos. En ambas se apreciaba ya una energía de cartoon evidente en la forma de operar la cámara, con travellings impetuosos y barridos para acelerar el ritmo. El cambio de medio le sienta bien al terceto creativo, ayudados aquí por Rokyn Animation para romper el estatismo de anteriores emprendimientos como Enjuto Mojamuto y Maricón y Tontico. Pobre diablo parece acomodarse en esas coordenadas capítulo a capítulo, alcanzando su mejor expresión en los episodios 5 y 6, los que mejor enhebran sus tramas y los que lo hacen, además, con mayor febrilidad.

Pero febrilidad no es sinónimo de inconsciencia. No necesariamente, al menos. Las alusiones a problemáticas del presente más inmediato están ahí: el segundo capítulo aborda el estereotipo de los incels; el tercero pone el foco en el cambio climático y el control de armas; el sexto introduce a trasuntos paródicos de los grandes multimillonarios de las telecomunicaciones como Elon Musk o Jack Ma. Hay no pocas oportunidades de cargar las tintas, y no faltan los pasajes ennegrecidos (chistes sobre pedofilia que se intercalan en la primera y tercera entregas; la aparición de Marlon Brando como entidad de mantequilla, que remite al tumultuoso rodaje de El último tango en París), ni las explosiones de una violencia. Una violencia puramente funcional, siempre concebida para el efecto humorístico, no necesariamente como castigo o expiación. Aun tratándose del Anticristo mismo, Stan sirve como elemento de contraposición, personificando una idea de lo políticamente correcto, en un ejercicio de extrañamiento pues su condición supone ya una burla de lo normativo, de la leyes que persisten en la mentalidad colectiva.

Eso hace que la serie se bascule entre arrebatos de visceralidad -momentos que hacen recordar a experimentos como el corrosivo corto Yo, Simón de Esteban- con una comedia predominantemente blanca, preocupada por hacer sentir bien al público. Por eso, Pobre diablo resulta sorprendentemente tierna en su raíz. O quizás no tan sorprendente, si se ha acompañado a los chanantes en su trayectoria, pues estos han trabajado un humor, además de generacional (la retahíla de guiños que lo componen), principalmente candoroso, que reniega de la maldad. Ni siquiera Satán (con voz de Ignatius Farray) parece ser objeto de admoniciones incluso cuando presenta actitudes, digamos, reprobables; como tampoco lo es Mefisto (Ernesto Sevilla), padrino gatuno de Stan en cuyo dibujo se apreciaría la influencia (filosófica y etílica) del perro Brian de Padre de familia. Todos o casi todos son, en mayor o menor medida, redimibles.

Realmente yo reivindico la chorrada, la tontuna”, defendía Reyes a este respecto en una entrevista para Ctrl al hilo de la presentación de esta comedia. Frente al capeado ideológico del humor consciente o comprometido, la tendencia al metagag, a dar vueltas en torno al sentido del chiste, invitando al público a encontrarlo rellenando los huecos entre referencias y parafraseados. La hora chanante y Muchachada Nui funcionaban por su función de apelar al espectador a descubrir y compartir ese código, que no podría entenderse troceado, en solitario, que sería solo una pamplina o un memo juego de palabras.

La evolución se dirige, pues, a una progresiva sofisticación formal, como ya lo fue Capítulo 0 previamente, pero también a involucrarse sobre los avatares escogidos para plantear esta narrativa, para apelar de otro modo a esa generación que ha crecido con ellos en los últimos veinte años. La fuga hacia terrenos dramáticos hasta ahora poco explorados que se permiten en el séptimo episodio, de un modo similar a lo que fue el notable Mi padre, de la mencionada ficción antológica de Movistar Plus+, es el ejemplo más claro. Ahora bien, su inclusión justo antes del desenlace también hace que se rompa la inercia de desenfreno previa y deje algo desubicada a esa última entrega en su vuelta a lo grotesco. Esas inconsistencias son inevitables en ese equilibrio, máxima cuando la serie quiera asimilar, o al menos favorecer, ciertos valores positivos, frente a los que se entregan puramente a la acracia total.

En ese aspecto, Pobre diablo funciona por la sencillez del poso bajo esa sopa posmoderna, bajo el esperpento humorístico, esa búsqueda del amor que impele a Stan. Un amor que hasta ahora conoce solo a través de las películas. Es cuestión de encontrar nuevos referentes.

*'Pobre Diablo' está disponible al completo bajo demanda desde el viernes 17 de febrero en HBO Max.

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