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Cinema Chiquito: revisión (moral y diodenal) al testamento fílmico de un cómico eterno

Chiquito de la Calzada y Bigote Arrocet en "Brácula: Condemor 2"

Lorenzo Ayuso

Para cuando hubimos de aceptar su despedida del mundo de los mortales, la cultura establecida ya había aprobado la candidatura que presentó Chiquito de la Calzada a ritmo sincopado y con su deconstrucción silábica del idioma español. Su figura y su legado se observan, desde la distancia, aplaudiendo sus hallazgos en el lenguaje y su herencia en la sociedad, casi un rasgo identitario de lo español que trasciende ideologías políticas. Ante la crisis de los símbolos, un “no puedorrrrr” en efecto puede -perdón, puedorrrrr“puederrrrr. El jarl ya ha sido sistematizado, por la gloria de mi madre.

Ahora bien, en el apogeo de su popularidad, la magnitud del fenómeno fue continuadamente menospreciada, sobre todo al expandirse y filtrarse por los cauces comerciales. Una juventud que imita a Chiquito no tiene futuro, mascullaban con el gesto torcido los puristas de lo establecido. Las bolsas de Fistros, las cintas de chistes, su presencia como imagen en recopilatorios de pachangueo, los imitadores que trataban de apropiarse de sus procesos creativos exprimían cada gota del “lago negro, lago blanco”. El cine, por supuesto, no fue ajeno a dicha tendencia salida de la televisión y de forma inevitable trató de hacer suyo a este indescriptible artista.

Del eurowestern al fantaterror, senderos (populares) de España

Gregorio Sánchez acumuló algo más de una docena de créditos cinematográficos. De ellas, solo las tres primeras son en efecto vehículos para el lucimiento del icono, producidos de forma consecutiva y con el mismo artífice tras las cámaras, Álvaro Sáenz de Heredia, un director que ya contaba con experiencia readaptando el scope: suyas también fueron Aquí huele a muerto... (¡pues yo no he sido!) (1987) y El robobo de la jojoya (1991), las únicas incursiones de Martes y Trece en el cine. Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera (1996), Brácula. Condemor 2 (1997) y Papa Piquillo (1998) conforman esta “trilogía De la Calzada”, si bien solo las dos primeras están enlazadas en lo narrativo.

Condemor y Condemor 2 surgen de una misa premisa doble. Ambas toman la herencia de los géneros cinematográficos populares, primero el spaghetti western y luego el terror ibérico, como base del relato; y modelan los personajes a partir de sus famosas muletillas: junto al rol titular que incorporaba el malagueño, dábamos la bienvenida a un Lucas al que habíamos aprendido a despedir, personificado en Bigote Arrocet como sirviente del Conde. Ahí radicaba uno de los problemas principales de ambas películas: Chiquito, tan imparable como modesto, saltó al cine no como hombre espectáculo sino asumiendo los códigos de la pareja cómica a lo Abbott y Costello junto al humorista chileno, quien compite en flagrante inferioridad. Lejos de asumir el rol serio propio del Bud Abbott del dúo, Arrocet satura con su rutina a lo Cantinflas (“Mis quesos”) y quita espacio para el lucimiento del malagueño saleroso. Como si este no pudiera sostener por sí solo el conjunto.

Brácula corrige los errores de base que presentaba la primera. La puesta en escena mantiene su torpeza y tosquedad, y los escasos intentos por plantear gags visuales (las secuencias con el cocinero y su malogrado banquete) quedan lastrados por su ejecución descuidada. Pero se compensa por el mayor esmero para componer la imaginería fantástica en esta relectura con óptica grijander -algo a lo que contribuiría de forma decisiva la presencia en calidad de asesor de Juan Piquer Simón y la labor de Colin Arthur elaborando los efectos especiales de maquillaje-, y por una narración contagiada del ritmo espídico del comediante, que se desmelena en un número musical inenarrable, cruce imposible George Bizet, León Klimowsky y Valerio Lazarov. También Bigote Arrocet da un paso atrás y asume su papel de comparsa, algo de agradecer, mientras Chiquito deglute sus diálogos a bocanadas. Se hace evidente que el estilo improvisado y coloquial de nuestro pecador sin colmillos se pelea con la rigidez que impone el guion. No obstante, el chiste que sustenta toda la película, esa en apariencia leve modificación de la letra capital de Drácula, resulta de por sí hilarante y propicia numerosos equívocos bien amortizados con la labia del andaluz.

La jonda sensibilidad cuando no hay “jarl” que valga

Tras el despiporre, Papa Piquillo cierra el muestrario del Cinema Chiquito con un inesperado viraje a la introspección. De nuevo, el cómico cae en el extrarradio fílmico, dentro de un poblado de chabolas, en lo que podría entenderse como una versión tamizada del cine lumpen. La estrella abandona sus dejes y se entrega al dramatismo para reflexionar sobre su propia carrera y sobre la vida funambulesca.

Piquillo es un viejo gitano al cargo de sus cinco nietos, con quienes vagabundea a ritmo de soleares, hasta que uno de los chiquillos sufre un accidente fatal. Una vez fue cantaor lustroso, como reconoce La Chunga (interpretándose a sí misma), pero ahora serpentea por las calles y carga con el prejuicio al que se enfrentan sus churumbeles. Los trata con rectitud, salvarguandándolos de la miseria y delincuencia con su talante entrañable. El chiste, así como su pasmosa ejecución marca de la casa, no irrumpen en verdad hasta el último acto, como una salida al desamparo de forma literal: tras superar continuos infortunios, el abuelo acaba en un bar donde, a cambio de unos tragos, se arranca a parlotear delante de un playboy (un Bigote Arrocet en una breve intervención) con buen ojo. El final de la historia lo conocemos todos.

La realización vuelve a resultar casi tan desastrada como los ropajes que viste Chiquito en esta ocasión, mientras el melodrama se regodea en el tremendismo muy propio de un Álvaro de la Loma. Pero Condemor, despojado de su título nobiliario, ofrece una interpretación honorable y tierna, inasequible al lagrimal más estoico. Despojado de sus tics, queda la “jonda” sensibilidad que el bufón escondía tras la manga.

Más allá de los maniqueísmos evidentes, Papa Piquillo supone un adecuado cierre a esta trilogía, al acercarnos al registro más personal del ídolo, uno al que todos –tanto quienes celebraran sus distorsiones gramaticales a mandíbula batiente como quienes no le cogieron el punto- pueden empatizar: el sexagenario que, tras mil y un pintorescos avatares, alcanzó el éxito de la manera más insospechada. No siendo un hombre malo y violento, no. Siendo, simplemente, un curtido y sencillo trabajador, una buena persona.

Un cine que se queda pequeño para Chiquito

No es difícil dejarse llevar por el arrebato ante su reciente deceso para reivindicar a ciegas su “chiquita” filmografía, como queriendo compensar la saña en su recibimiento hace veinte años. Hay, desde luego, motivos para redimirlas, como ese inesperado homenaje sui generis por los géneros populares que sustentaron la industria cinematográfica nacional antes de los tiempos de Pilar Miró. Pero tampoco conviene excederse y sobredimensionar las virtudes.

En diferente medida, evidencian el difícil maridaje entre la base de la vis cómica de la que nace su humor y la estructura más convencional de la comedia popular. Por más que cualquier frase pronunciada por sus labios contenga ya elementos para la risa, las estructuras cerradas anquilosaban a Chiquito, que siempre disfrutó más del proceso que del fin. La película no se adapta a él, sino él quien se somete a los designios del filme, perdiendo parte de su explosividad al hacerlo. No hay que olvidar que surgieron como una explotación del fenómeno, más que una traslación de este. Solo Papa Piquillo se distancia de la pura comercialización del fenómeno e impone un desafío a su actor principal, que por otro lado resuelve con esmero. El resto de referencias que encontramos en su filmografía solo acuden a él para rendirle pleitesía, sin que su presencia vaya más del guiño cómplice.

Eran otros tiempos, en los que Chiquito de la Calzada era aún un pecador, una moda veraniega mal digerida. Ahora, en cambio, ya es canon. Nos representa a todos, aunque a algunos no les guste, como el western, el terror y lo quinqui representaron a nuestro cine durante décadas, como el flamenco que defendió durante años en tablaos lo hizo de esta España nuestra. Lo popular, aunque exterior a las normas, puede acabar estableciéndose dentro de los cauces de la cultura, más allá del momento en que se gestó. Por eso mismo, él está más allá del tiempo. Chiquito es eterno.

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