Crítica
'30 monedas' para volver a tener fe en el “sindiós” de Álex de la Iglesia

Póster de '30 monedas'

Lorenzo Ayuso

Decía Aarón Rodríguez a colación de Perfectos desconocidos (2017) que hay creadores a los que siempre confiaba su tiempo y su confianza, puesto que incluso cuando la obra resultante se valora como fallida, “uno desea estar frente a ellas, no tanto como crítico […] sino como puro y feliz espectador”. Se trata de una fervorosa concesión a quien dio sentido a tu presencia en el banco ante la lona, aguardando a la luz que guiara nuestra mirada en la oscuridad hacia realidades inadvertidas hasta aquel momento. Así como hizo Aarón, el que suscribe señaló El día de la bestia (1995) como una efemérides crucial en su calendario, una fecha señalada en su formación como audiencia que ha justificado un fervor mantenido en el tiempo que entendía como festividades obligadas las sucesivas venidas auspiciadas por Alex de la Iglesia. Persiste la esperanza de contemplar un nuevo milagro, aun cuando el recuerdo del primero va quedando enterrado por el sedimento del tiempo. Late una complicidad casi adeudada, concebida cada nueva obra como un ritual ineludible. Es un acto de fe.

Y sin embargo, tras el chasquido vertebral que se desenvolvía al final de Balada triste de trompeta (2010), ocurrió algo difícilmente descifrable también, como los propios designios divinos. La cruz profanada del Valle de los Caídos parecía significar la profanación definitiva de un concepto de lo español, del cine español, que se iniciara precisamente con la reconversión de la arquitectura madrileña en templo satánico. La última embestida desesperada, iracunda, volátil y, sí, casi inmanejable para su autor, aquel profeta que a continuación se apocó en una madurez mucho más plácida, entregándose a un costumbrismo desbastado, contradiciéndose incluso en sus postulados. Mi gran noche (2015) casi podía entenderse como una traición al espíritu subversivo invocado por Acción mutante (1991), tal y como Ramón Yarritu (Antonio Resines) hacía con su maltrecha banda de terroristas en aquel filme seminal. La liturgia permanece, el fervor se templa.

En 30 monedas (Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría, 2020-¿?), séptima producción de HBO con nacionalidad española, este licenciado en filosofía especula con las posibilidades terroríficas de, precisamente, concebirse la traición de Judas Iscariote a Jesús como parte de un plan de Dios para la consecución de su proyecto. Un evangelio prohibido, por apócrifo, que escondería una relectura del cristianismo rechazada de forma tajante por el Vaticano, desde donde se tachó de “peligrosa” cualquier discusión teológica al respecto. Si el apóstol era, en verdad, héroe por ejecutar la misión encomendada, y víctima, por ofrecerse en sacrificio para la posteridad, se tambalearía el orden de nuestra realidad, en la que el diablo no tendría por qué esconderse y por tanto reclamar su trono.

El corpus fílmico de De la Iglesia se ha moldeado sobre la posibilidad de plantear nuevos pensamientos sobre el mundo conocido: así como La comunidad, El día de la bestia y Balada triste de trompeta levantaban la imagen oculta de España, en sus edificios, en sus gentes y en su propia historia, 30 monedas apuesta a la distorsión de todo un sistema de creencias ya desde sus títulos de crédito: una sucesión de viñetas hiperrealistas en torno a la crucifixión de Jesús, donde este esboza una última sonrisa al tesorero. Un gesto al que la violencia infligida sobre su cuerpo reviste de una cualidad macabra, desconcertante. A diferencia de anteriores trabajos, la resignificación de lo real no se produce mediante el recurso a reconocibles iconos arquitectónicos o exteriores sino, como ya ocurriera en las inmediatamente previas El bar y Perfectos desconocidos, en el espacio más recogido, más íntimo o cotidiano que ofrece la localidad segoviana de Pedraza, dentro de cuyos confines se proyecta una visión apocalíptica de una sociedad contemporánea.

La maldad habita intrínseca, casi desapercibida, en las correveidiles que intoxican con sus murmullos a sus vecinos, en el individualismo recalcitrante de quienes se niegan a asumir su responsabilidad dentro del gran plano general o que, al contrario, se aprestan a señalar culpables ante cualquier conflicto. Entre tanto, el trío protagonista, conformado por el rocoso cura Vergara (Eduard Fernández), la aguerrida veterinaria Elena (Megan Montaner) y el apocado alcalde Paco (un Miguel Ángel Silvestre en continua pugna con su imagen de galán) se consagran como chivos expiatorios del gran plan narrativo: sujetos que basan su existencia en una servidumbre siempre insatisfactoria, ya desde sus propias profesiones. Sujetos sacrificiales sobre los que cabe siempre la culpa, condenados al vilipendio y sufrimiento eternos por un bien desdibujado.

Acaso el concepto mismo de serialización comporta un mayor fatalismo a una historia que, a diferencia de sus películas, asume la imposibilidad de un cierre al menos en el corto plazo (el gran plan elaborado junto al imprescindible Jorge Guerricaechevarría se extiende a lo largo de tres temporadas). De la Iglesia trota desbocado por cada uno de los ocho episodios, con una celeridad que incluso sobrepasa a las dos primeras entregas. El recorrido por la línea argumental tarda en adaptarse a ese compás frenético, que exige a sus personajes entrar y salir y moverse continuamente, tanteando aún su recorrido. Es a partir de los episodios 4 y 5 cuando resuelve esos desajustes y reniega definitivamente del sentido común, de la lógica, precisamente con dos entregas que condensan admirablemente el inabarcable imaginario intertextual del director. 30 monedas paga sus tributos correspondientes al Michele Soavi de El engendro del diablo (La chiesa, 1989) y La secta (La setta, 1991) como al Dario Argento más esotérico, aunque quizás el pariente más afín lo encontremos en El príncipe de las tinieblas (Prince of Darkness, John Carpenter, 1987), ya desde la cita expresa -el espejo como puente comunicativo entre mundos, presente en el tercer episodio; el tema que Roque Baños reserva para la secuencia con la que se llega al punto y seguido que supone la primera temporada, deudor del sonido carpenteriano- como espiritual, con la materialización del Mal como un universo atómico, opuesto al Bien pero conectado a este indivisiblemente, tratando de transpirar por los límites porosos de este otro lado: el símbolo de la cruz invertida adquiere así un significado específico como símbolo satánico.

También El príncipe de las tinieblas fue entendida como un retorno de John Carpenter a sus fueros, aunque cabría cuestionarse si alguna vez se había llegado a alejar de ellos aun engarzado dentro del engranaje industrial. Desde su aposento privilegiado en el nuevo mapa de producción y consumo que han consolidado las plataformas, 30 monedas permite a De la Iglesia tomar la medida de su desmesura característica -el “sindiós”, como lo define directamente Paco Tous-, favorecida por una estructura en capítulos donde cuenta con tiempo de sobra para encadenar impactos. Aun en la madurez, o quizás por ella, trasluce un deseo de reconocerse, de dejarse fluir con libertad, sin otras consideraciones, ni mucho menos pretensiones. No hay remilgos a la hora de entregarse a sí mismo, a sus obsesiones y a las del resto, esos que siguen esperando la consagración. A esta placidez no podría haber llegado, tal vez, sin desviarse de ese camino, sin traspiés. La serie misma, con sus vaivenes y volantazos, así lo refleja. Podría ser esta serie la consecución de su particular gran plan, uno que naciera tras la experiencia de Plutón B.R.B. Nero (Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría, 2008-2009), con su emisión deslucida en La 2; y después de años de entrega oficiosa, de ensayo y error dentro de los márgenes permitidos por las grandes corporaciones televisivas. Todo tendría otro sentido, otra lectura. O tal vez no. Creerlo es un acto de fe.

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