Crónica / Crítica

'Divididos': un concurso que arranca con dudas pero crece hasta alcanzar el consenso con su final

Luján Argüelles en 'Divididos'

Lorenzo Ayuso

Los primeros minutos del estreno de Divididos generan dudas cuando menos lógicas sobre lo que un concurso como este puede aportar no ya a un género repleto de exponentes en nuestra televisión, sino en el horario estelar de una cadena que, hemos podido comprobar, no ha tenido precisamente suerte cuando se ha lanzado a jugar en estas lides. Cuatro completos desconocidos congregados en torno a pantallón horizontal, ante preguntas a las que solo pueden responder tras haber alcanzado un acuerdo. Parece buscarse el conflicto ante cuestiones que en un principio resultan relativamente accesibles. En los primeros minutos, las personalidades de algunos de los participantes resultan incluso forzadas, algo fuera de lugar para un concurso que no parece tener nada que objetar sobre otros antecedentes.

Y sin embargo, a medida que los segundos corren y la sucesión de rondas se suceden, comienza a entenderse el objetivo de este formato, que se intensifica a la par que se tensan las relaciones entre los concursantes, hasta llegar a una parte final en la que, curiosamente, las preguntas desaparecen: lo que hay que determinar no son los conocimientos, sino el propio papel que ha tenido cada persona en el concurso. Cuánto juego han dado, en resumen. Y cuanto más pelean por ello, más juego dan, retroalimentando a un concurso que termina viéndose con simpatía y, por qué no decirlo, con algo de malicia.

Creando el conflicto desde los acuerdos

Porque si de algo sirven las cinco rondas a las que se enfrentan -aumenta el valor económico de cada pregunta en cada ronda, a la par que el número de estas disminuyen- es para generar afecciones y desafectos. El programa no solo prueba su capacidad de interés invitando al espectador a tratar de adivinar las soluciones a los diferentes acertijos, sino que invita a posicionarse a favor o en contra de unas y otros. Ahí se observa la creación de una narrativa que busca generar héroes y villanos, líderes y competidores. El éxito en Divididos consiste en encontrar el acuerdo entre las partes -y deben hacerlo rápido, pues el dinero en juego va mermando según pasan los segundos que dedican a armonizarse- tanto como en potenciar el desencuentro entre ellos, algo que no cuesta que ocurra.

El primer punto de giro se produce tras la segunda ronda, en la que el cuarteto se convierte en trío y por tanto debe deshacerse de uno de sus integrantes. Ahí ya se perfilan las características del grupo y se detectan los intereses y enfrentamientos. Tras la quinta y definitiva fase, y con el bote acumulado aparentemente ya decidido, aún quedan 10 minutos por delante, acaso los más tensos, en los que los tres participantes deben repartirse de forma progresiva ese dinero: un 60% para uno, un 30% para otro y un 10% para el último. De nuevo, si van pasando los segundos sin acuerdo, el dinero va reduciéndose y con ello van perdiendo. La aparición del orgullo y de la competitividad hace que el buen ambiente vaya también desapareciendo. Hay crueldad en ello, desde luego, pero a diferencia de otros concursos, que alguien haya hecho un esfuerzo en balde no depende de la mecánica prestablecida, sino de la mano ajena o de la suya propia, de su intransigencia.

Luján Argüelles, eficacia consensuada

Al fin y al cabo, un buen concursante, ya hemos visto, depende de su capacidad para ser competitivo y generar atención. Divididos se nutre de concursantes que tengan ese afán de protagonismo y que se nieguen a compartirlo. “Veo las tres caras desencajadas, ninguno está contento”, comenta Luján Argüelles al término de la primera entrega, tras el reparto monetario, dejando claro que en este programa no terminará precisamente (o necesariamente) con palabras falsas sobre deportividad y compañerismo. “Si todos hubiéramos sido consciente de lo que hemos hecho en el concurso, todos nos hubiéramos llevado más de lo que tenemos”, se resigna uno de los ganadores o “damnificados”, sintetizando la moraleja del concurso.

Ante este paisaje de calma chicha, la presentadora asturiana se muestra muy cómoda dentro de un formato que le permite no solo tensar aún más el rictus de los participantes, sino para apostillar con réplicas e intercambios muy rápidos las intervenciones de todos. Podría decirse que el mayor consenso que encontramos en Divididos es el que corresponde a su eficacia en esta tesitura.

Las dudas para fidelizar a un público semanal

Por su estructura, centrando sus esfuerzos en construir una recta final que centre el interés absoluto, Divididos no queda tan lejano a otros espacios de Atresmedia como Pasapalabra, con ese Rosco que parece restar trascendencia a todo el concurso anterior, o de Quién quiere ser millonario, que se basa precisamente en su capacidad para aumentar la presión de forma continuada. En el caso de lo que nos ocupa, todo parece un divertido prolegómeno para lo verdaderamente interesante que, como decimos, va más allá de los tests de cultura general.

Quizás ese aparente ausencia de novedad inicial, esa sensación de repetición con respecto a otros formatos pueda pesarle especialmente de cara al horario estelar, sin tener la posibilidad de construir un público a diario que se vaya haciendo a las dinámicas y situaciones planteadas, sin reclamos de partida entre su casting. Más aún en una noche con una importante competencia ante la que cabe, a priori, poca discusión: MasterChef Junior (TVE), Mujer (Antena 3) y La casa fuerte (Telecinco). Por de pronto, la primera entrega no explota aún todas las posibilidades que ofrece la mecánica (el botón rojo para imponer el criterio sobre el grupo y contestar directamente queda fuera de uso dentro del relativamente bien avenido primer cuarteto), pero Divididos resulta una carta de presentación bien empaquetada, eso es seguro.

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