Crítica

'La innegable verdad': Mark Ruffalo se hace mala sangre para poner a prueba nuestra compasión

Mark Ruffalo por partida doble en 'La innegable verdad'

Lorenzo Ayuso

Estando tan aferrada a la noción del destino en su relación con el carácter del individuo, parece irónico en un primer momento que La innegable verdad (I Know This Much is True, Derek Cianfrance, 2020) se desarrolle sin una premisa o rumbo verificable. Al compás de su protagonista principal, avanza mediante la acumulación de golpes dramáticos, heridas abiertas que deforman la imagen resultante, la debilitan crucialmente. La narración se va enquistando en esa dinámica de gravedad permanente, como embriagada de su propia miseria. Casi comatosa, dejándose hacer, como dando por sentada su suerte. Y así, hasta comprender su error de juicio, cuando se aproxima angustiada a sus últimos minutos. Solo entonces, cuando la obra alcanza cierta idea de autosatisfacción y encontramos esa máxima expuesta en el título, estamos en disposición de justificar esa línea derivativa previa.

El material de partida, la novela homónima escrita por Wally Lamb, quien coescribe su adaptación en forma de miniserie de seis episodios, conjuga con las problemáticas abordadas con anterioridad por Derek Cianfrance. En la dificultad para configurar una narrativa propia, para escapar de la repetición circular de patrones heredados, se armaba Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines, 2012); como aquella, de hecho, La innegable verdad despliega un árbol genealógico multigeneracional, con personajes ahogados en su consanguinidad, con el peso de la historia; más aún, con hombres heridos por el propio concepto de masculinidad que defienden de forma inconsciente.

En el nombre del padre

“Los viejos pecados dejan una larga sombra”, avisan en el quinto episodio. Dominick Birdsey (Mark Ruffalo) se arraiga bajo el manto oscuro, bajo una idea de maldición a la que recurre incesantemente para justificar su aspereza y que determina, a su juicio, su porvenir. Los antecedentes son pasmosos: la muerte de su madre (Melissa Leo) a causa de un cáncer, el fallecimiento de su bebé y la posterior separación de su esposa (Kathryn Hahn) y, en último lugar, el cuidado de su gemelo esquizofrénico Thomas (de nuevo Ruffalo). No hay espacio para la alternativa, para el viraje, en tanto asume su derrota ante el destino como bien debida. Así, queda abocado a la repetición del patrón, una repetición del todo consciente, que él favorece con su comportamiento. Porque puede, aunque se lo niegue, elegir.

La secuencia inicial de este melodrama aporta quizás la metáfora más evidente del trayecto de Dominick, y lo hace en el reflejo de su hermano quien, tras murmurar unos pasajes bíblicos en medio de una biblioteca pública, alza un cuchillo afilado y procede a seccionarse la mano derecha. Thomas entiende su acción como un sacrificio justo, necesario, convenido por una voz profética ante la que solo cabe la obediencia sin cuestión; cuando Dominick, como tutor legal del enfermo, ha de firmar el consentimiento médico para que los cirujanos cosan el apéndice a la muñeca, rehúsa hacerlo. “¿Lo han escuchado? Es su mano. Es su decisión”, argumenta. Como su doble, el protagonista opta por minarse progresivamente, por seccionar su relación con el entorno, como si debiera expurgar los males cometidos por sus precedentes en el pasado, por los que pudo cometer él ya influenciado por estos.

En tanto hombre, deriva en un castigo a su masculinidad, de la que Dominick resume un arquetipo forjado en el tiempo, el del macho alfa, el varón encallecido, acostumbrado a encontrar su vía de expresión en el trabajo, con sus manos (su oficio como pintor de casas esconde una vida previa como maestro, por lo que hemos de entenderlo como una nueva imposición), y que completa su estampa con el cigarrillo bamboleándose sobre el labio. En el segundo episodio, se muestra de forma explícita la lesión testicular causada por los golpes de los guardias del centro psiquiátrico donde su hermano ha sido encerrado tras el incidente, un trauma físico que deforma toda su apariencia. En el tercero, se evidencia de forma más contundente, cuando confiesa que se hizo la vasectomía tras la fatídica muerte de su hija. La castración es la pena máxima impuesta, la determinación final para un individuo que se siente desvalido ante el desconocimiento de la identidad de su padre biológico, por otro lado el gran misterio que maneja la narración.

Visionado por compasión

La conexión entre paternidad y destino, entre vínculo y carácter, se remacha con las analepsis que, en los episodios quinto y sexto se dedican a explorar la (auto)biografía del abuelo, el germen de maldad que justificaría todas las inclemencias que sobrevienen a sus descendientes. Pero llegados a esta instancia, el esfuerzo de Cianfrance para profundizar en las brechas de la masculinidad y de la institución familiar se aridan, yermas en sus revelaciones. La distancia que separa al capítulo de apertura y el de cierre se dilata a cada sucesiva fatalidad, hasta perderse en una sucesión impasible de tragedias desnortadas. La innegable verdad abraza el fatalismo en paralelo a Dominick, hasta que cada impacto empieza a sentirse autoinflingido, futil, la exasperante llamada de atención de una obra que quizás teme quedarse sola, pero que testa la capacidad de aguante permisible por el espectador para no abandonarla y desentenderse. Thomas, en sus primeros diálogos, vuelve a prevenir con certeza el futuro de la serie: “Nos revolcamos en nuestro dolor y basura espiritual y vamos a pagarlo caro”.

Porque lo que conmina a seguir adelante, aun en esta miseria tónica, no son esos arrebatos de mala sangre, sino sus cicatrices posteriores: esos primerísimos primeros planos sostenidos de un Ruffalo silente, contemplando el horizonte con ojos vítreos, buscando la compasión, la calma. La pausa que forja el carácter, el carácter que crea el destino.

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