Crítica

Maniac: un psicotrópico quijotesco que divierte pero no coloca lo suficiente

Maniac: un psicotrópico quijotesco que divierte, pero no coloca lo suficiente

José Antonio Luna

“Una selva impenetrable e indefinible”, así definió Ramón y Cajal el que todavía sigue siendo el órgano humano más desconocido: el cerebro. A pesar de los desafíos que afronta el campo de la neurociencia desde hace más de 100 años, como explicó el investigador español Rafael Yuste, “es la única parte del cuerpo para la que aún no tenemos una teoría general sobre cómo funciona”. Pero existe un lugar donde sí han encontrado respuesta, uno en el que los neones y los robots han copado la ciudad retrofuturista de Nueva York.

Maniac (basada en una producción noruega con el mismo nombre) es una serie de Netflix dirigida por Cary Joji Fukunaga (True Detective) y guionizada por Patrick Somerville (The Leftovers). Grandes nombres tras las cámaras, pero también delante de ellas: Emma Stone, Jonah Hill y Justin Theroux. Sobre el papel estaba todo lo necesario para crear una serie “rollo HBO” que, según algunos críticos, tanto necesitaba Netflix. Y, aunque el resultado no es desastroso, probablemente no esté a la altura de las expectativas generadas.

La historia se ambienta en un futuro no muy lejano que la estética ochentera con tecnología vanguardista. Una mezcla que, como ya se ha comprobado en distopías como Black Mirror o Blade Runner, sirven para recalcar la pobreza de una sociedad que se ha dedicado a avanzar dejando de lado cualquier tipo de derecho social.

De hecho, el mundo de Maniac está dominado por un capitalismo salvaje (todavía más que el actual) en el que incluso la amistad se ha convertido en parte de la economía. Si alguien no tiene dinero para coger el metro, solo basta con acceder a “un amigo” que lo pagará a cambio de pasar un tiempo bombardeando a ese viajero con publicidad invasiva.

En medio de todo este escenario se encuentran dos personas diferentes con algo en común: traumas reprimidos. Son Annie Landbergh (Stone) y Owen Milgrim (Hill), una drogadicta afectada por la pérdida de su hermana y un esquizofrénico que pertenece a una familia de clase alta que le discrimina y ridiculiza. La primera lo hace por adicción y el segundo por dinero, pero terminan encontrándose en un experimento farmacéutico para probar una nueva droga. Es entonces cuando empiezan los psicotrópicos, también para el espectador.

Una matrioska de series

Maniac es un cóctel de referencias audiovisuales que va de películas como Olvídate de mí o Juegos de guerra hasta Matrix. Fukunaga parece no haberse conformado con hacer una serie, sino una que a su vez está integrada por múltiples universos que sirven como representación del subconsciente de los personajes.

Una vez que Annie y Owen comienzan con la prueba anteriormente señalada, estos asisten a un tutorial que les explica todo el procedimiento. Van a tomar tres pastillas, A, B y C, y cada una es paso en la pirámide para enfrentar sus problemas del pasado. En ese momento se produce un viaje que puede acabar en una comedia basura de los 80 o una película de elfos al más puro estilo de El señor de los anillos. Los actores son los mismos, pero todo lo demás cambia: el tono, la iluminación y hasta la caracterización.

Además, Stone y Hill aprovechan la ocasión para demostrar la gran cantidad de registros que son capaces de adoptar con soltura, ya sea interpretando a una pareja Long Island o a unos elegantes ladrones en busca del capítulo perdido de Don Quijote de la Mancha. Es una especie de El Ministerio del Tiempo tras pasar por el filtro Hollywood y de los alucinógenos.

El problema es que ninguna de las realidades que aborda Maniac despierta interés suficiente. La mayor parte del tiempo el espectador asiste a unos eventos que no se empeñan en enriquecer la trama, sino en plantear situaciones rocambolescas que no van más allá del interés de ver a Emma Stone convertida en elfo o a Jonah Hill como un mafioso lleno de tatuajes.

Se supone que todas estas escenas oníricas sirven para avanzar en la línea narrativa principal, pero esta tampoco logra cautivar y, lo que en un principio se presenta como una compleja ecuación mental, al final termina como una simple suma para la que no hace falta pensar demasiado. Sin caer en spoilers, podemos decir el núcleo de la historia es un ordenador gigante con sentimientos que por una serie de imprevistos acaba funcionando mal y poniendo en peligro a quienes están haciendo el experimento.

Improvisación no improvisada

No es la típica historia de robot que se rebela contra la mano humana, como HAL 9000 o Terminator. Tiene muchos más matices, pero es una pena que queden diluidos entre las idas y venidas de una comedia negra que no termina de encontrar un rumbo concreto “La narración zigzaguea con una descarada falta de propósito. Alguien queda ciego de la histeria. Alguien más se transforma en un pájaro…”, ponen como ejemplo en la reseña de Entertainment Weekly, donde apuntan que gran parte de la locura vista en Maniac ya aparecía en la serie de la NBC Reverie.

“Teníamos una gran sensación de improvisación con todo lo que estaba ocurriendo durante la producción. No solo entre Cary y yo, sino con el elenco al completo”, aclara su guionista, Patrick Somerville, en Hollywood Reporter. Esta es la razón por la que, según el escritor, no habrá una segunda temporada y su conclusión será realmente el punto final.

Maniac funciona como el algoritmo de Netflix: buscando constantemente qué puede hacer para agradar al público, algo con lo que el propio Fukunaga parece mostrarse conforme en una entrevista publicada por la revista estadounidense GQ. De esta manera, lo que reina es la creatividad basada en datos y en lo que mantiene enganchada a la audiencia. Y lo consigue, pero también provoca que esa “improvisación” defendida por Somerville no sea más que un libre albedrío controlado. Un psicotrópico que divierte, pero no lo suficiente.

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