Crítica

'Cuentos asombrosos' halla su sentido de la maravilla en la humanidad de Robert Forster

Robert Forster y Tyler Crumley en '¡Dynoman y Voltio!'

Lorenzo Ayuso

Contaba Robert Forster que el mejor consejo sobre el trabajo del intérprete se lo proporcionó John Huston en el primer día de rodaje de Reflejos de un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, 1967). Para el entonces primerizo actor, que apenas había participado en un montaje teatral en Broadway, la mecánica que hace posible una película era un misterio y durante los largos meses transcurridos desde su audición hasta el día de su primera toma aguardó angustiado, contando con que su director le brindara alguna instrucción. Replicando la característica guturalidad de la voz del cineasta, Forster recitaba, siempre con júbilo, tan ansiada indicación: “Mira por la cámara. ¿Ves esas líneas? Marcan qué sale en plano. Ahora, pregúntate: ¿qué necesita estar ahí dentro?”. De súbito, el advenedizo joven comprendió que la labor del actor consiste en ayudar a hacer fluir la de los demás, desde quien supervisa la continuidad a quien se encarga de editar el material y darle sentido y ritmo; la del guionista que escribió con cierta intención unos diálogos y la del partenaire con quien los intercambia y precisa de una progresión emocional para hacerlos convincentes. Y así, en cada toma, en cada cuadro.

Y así, hasta su última jornada de rodaje.

No deja de ser curioso que Forster, alguien a quien los años de experiencia convirtieron en un narrador embriagante, hiciera su última reverencia en Cuentos asombrosos (Amazing Stories, Adam Horowitz, Edward Kitsis, 2020). El epígrafe haría justicia al poder conversador del neoyorquino, desde luego; no tanto, cabe decir, a la actualización que Apple TV+ propone de la serie antológica homónima impulsada por Steven Spielberg a mitad de los ochenta, que atenúa en la traslación el sentido de la maravilla de la original y se conforma con ofrecer un pasatiempo predecible y ciertamente anodino.

Recuperando al padre perdido

¡Dynoman y Voltio! (Dynoman and the Volt!!, Susanna Fogel, 2020) toma cierta altura respecto a la mediocridad imperante en la remesa de cinco entregas, tal vez beneficiado al construirse sobre la mirada ingenua y fantasiosa de un niño que ve a su abuelo convaleciente adquirir los poderes del que era su personaje de cómic favorito en la infancia. Casi una versión otoñal de El protegido (Unbreakable, M. Night Shyamalan, 2000), esta fábula entrañable, si bien no particularmente sorprendente o memorable, identifica el heroísmo en la responsabilidad y amor parental: las habilidades sobrehumanas de Joe (Forster) se potencian en cuanto refuerza el vínculo con su nieto; y las pierde cuando las utiliza para reivindicarse dentro de un trabajo del que se niega a desprenderse por la edad, sacrificando ese tiempo y dejando al chico sin referente, abocándolo a transformarse en un villano. Solo la comunión paternofilial entre abuelo, padre e hijo (la madre, poco favorecida en su retrato, queda fuera de esa liga) permite el equilibrio de la fuerza y la supervivencia del hogar.

La reunión propicia una rectificación del pasado marcado por el regreso del padre ausente, que asume el lugar que le pertenecía como cabeza de familia aun en su mismo ocaso. No es casual, así, que Dylan (Tyler Crumley) trate de replicar, con peligrosos resultados, la anécdota de juventud que su abuelo le contó; o que Michael (Kyle Bornheimer) insista a Joe para que acepte su plan de jubilación para poder tenerlo en casa. “Yo no quería tus comics, ¡te quería a ti!”, le acaba espetando cuando asiste a la enésima decepción. Las dos generaciones se aferran a su espíritu infantil, añorando un recuerdo que nunca sucedió y que identifican con la felicidad plena, el del padre como organizador del espacio y como narrador, antes de ser sustituido por la televisión o por cualquier otro medio de evasión.

En ese sentido, ¡Dynoman y Voltio! establece una relación análoga a la de sus personajes con su antecesora televisiva, y en particular con lo que sería El tren fantasma (Ghost Train, Steven Spielberg, 1985), el episodio que servía como apertura de la antología. El espíritu de ese padre permea y sobrevive al hijo televisivo, que trata, a juzgar por el resto de episodios de forma infructuosa, por volver atrás.

La honestidad del cuentacuentos

“Tenía cuatro hijos que alimentar. He hecho cualquier personaje que me dieran”, respondía Forster cuando le preguntaban por las películas de escaso lustre de las que durante años se nutrió su filmografía. Se jactaba de haber protagonizado una decadencia continuada de 27 años, desde que John Huston oficiara su bautismo cinematográfico, y hasta que un par de encuentros fortuitos con Quentin Tarantino en su cafetería de confianza culminasen con una candidatura al Oscar al mejor actor de reparto por Jackie Brown (ídem, 1997) y en la consiguiente revalorización profesional (el bribón de Tennessee calificaría su elección de casting como “una de las mejores decisiones que he tomado en la vida”). Entre un momento y otro, sorteó los baches con estoicismo, agarrándose con profesionalidad a cada oportunidad: siempre listo para cumplir en una nueva toma, para pasar al siguiente plano. Se dejó la piel, incluso la cabellera por convencer, como cuando utilizó su problemática alopecia en un rasgo que diera cómica cotidianidad a La bestia bajo el asfalto (Alligator, Lewis Teague, 1980). La lección que le habían contado nunca se le olvidaría: “Le debes algo a todo el mundo que participa en hacer una película”.

Y así siguió haciéndolo hasta su última jornada de rodaje. Cuentos asombrosos no sería el de mejor de sus cuentos, pero no importa.

En su interpretación final, estrenada de forma póstuma seis meses después de su fallecimiento a causa de un rápido cáncer cerebral, el de Rochester corrobora ese compromiso con el oficio, el suyo y el de su entorno, por mantener la atención a su alrededor no con tics arraigados por la rutina o histrionismos, sino partiendo de acciones y reacciones honestas, arraigadas en la naturaleza humana. Y si por algo se caracteriza la naturaleza humana es por la necesidad de cuidar a los otros, como Joe Harris acaba aprendiendo a hacer, como Forster hizo desde su primer trabajo, como Forster hizo con los suyos. Todo lo demás es superfluo.

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