Crítica

'La historia de las palabrotas': Nicolas Cage, yo, mí, meme, conmigo en Netflix

Nicolas Cage en 'La historia de las palabrotas'

Lorenzo Ayuso

Erguido en un plano general, Nicolas Cage sostiene una mirada desafiante a la cámara, atravesando con ella la cuarta pared que tapia el barroco salón que preside, mientras un un enfático travelling nos aproxima a su rostro en absoluto silencio. El movimiento enfático concluye con un primer plano, ante el que solo queda esperar una reacción explosiva: “¿Tú qué miras, joder?”, espeta con rictus inamovible. La historia de las palabrotas (History of Swear Words, Christopher D'Elia, 2021) demuestra tener la lección bien aprendida sobre lo que puede, o mejor dicho, debe esperarse de un formato como el que propone con semejante comienzo, pero no tarda en aportar un segundo ejemplo aún más rotundo: abriendo los brazos en cruz, el histrión grita un prolongado “¡Joder!” casi equiparable a uno de los ya trufaban El riesgo del vértigo (Deadfall, Christopher Coppola, 1993). Lo que se formula es la posibilidad de trocear su imagen para procesarla descontextualizada como meme con el que interactuar en redes sociales. No importa nada más en el fragmento descrito que el gesto y, a ser posible, la transcripción de su frase en un rótulo. No es el contenido, sino lo que hacemos con él. Son solo Cachitos.

Las seis entregas que Netflix dedica a averiguar la etimología de los términos anglosajones fuck (joder), shit (mierda), bitch (zorra), dick (capullo), pussy (coño) y damn (maldición), desde luego, ofrecen material del que apropiarse, por más que los minutos del maestro de ceremonias sean limitados. Lo hacen, además, en connivencia con un Cage inevitablemente autoconsciente, partícipe de la broma y de las posibilidades intrínsecas de manejar esos exabruptos tan a la ligera. Ya había coqueteado con anterioridad con la idea de ofrecerse a esa Internet que acostumbra a reírse con/de él, como cuando replicó uno de sus memes más populares, aquel “¡No me digas!” inspirado en Besos de vampiro (Vampire's Kiss, Robert Bierman, 1988), durante el rodaje de Como perros salvajes (Dog Eat Dog, 2015); aunque sí la primera vez que de forma explícita esta maleabilidad funciona como eje de su aproximación al oficio. Un oficio que había desarrollado sin atender a su recepción posterior.

O al menos, eso ha defendido con regularidad: “En cualquier otro negocio, el trabajo duro es valorado, pero por alguna razón si eres un actor que hace muchas películas, se ríen de ti. Pero no me importa lo que la gente piense de mí, trabajo porque disfruto el proceso”, aseveraba a Mashable en noviembre de 2016 sobre la definitiva pérdida de respetabilidad en la que había incurrido su filmografía en el albor de los dos mil diez, década en la que inicia su peregrinaje más allá de la muralla de los estudios hollywoodienses. Aludir a Nicolas Cage implicaba una connotación peyorativa casi inmediata, una burla que no requería de contexto. Era la locura, la sobreactuación. Con la eclosión de Mandy (ídem, Panos Cosmatos, 2018) cambia el signo en la respuesta popular a sus performances, pero esa benevolencia con la que se observan sus siguientes esfuerzos interpretativos nace en realidad de la misma distancia irónica que se usaba para tomarlo a chiste.

Su refulgencia mediática tiene lugar de forma análoga a la de Jeff Goldblum, otro actor categorizado como excéntrico redescubierto tras años manteniendo un perfil más o menos discreto, gracias a la viralización de sus chispeantes intervenciones televisivas en late shows y, por supuesto, de memes a costa de su trabajo previo. Consecuencia de esta fama reverdecida, la creación de El mundo según Jeff Goldblum (The World According to Jeff Goldblum, 2020-¿?), docuserie divulgativa para Disney+ donde abraza esa auto-imagen rayana en lo caricaturesco que, en especial con su inclusión en el Universo Cinematográfico Marvel con Thor: Ragnarok (ídem, Taika Waititi, 2017), ha ido asumiendo en la tercera edad de su filmografía. La última mutación de Brundlefly ha potenciado sus cualidades más extravagantes, sus amaneramientos casi extraterrestres y su efusividad extrema, para adaptarlo a las necesidades del nuevo mundo 2.0, de igual modo que el volátil Castor Troy se enfunda su cara más exagerada en proyectos previsiblemente imprevisibles, del biopic televisivo de Joe Exotic, al que no tardó en vincular su nombre, a la metaparodia de The Unbearable Weight of Massive Talent (Tom Gormican, 2021).

En cierta manera, La historia de las palabrotas puede entenderse como un anticipo de dicho filme, al construir su función sobre la base del actor-personaje. La noción misma de las palabrotas, la energía que emana de ellas al pronunciarlas, se ajusta a las expectativas depositadas sobre un artista identificado en el exceso. Incluso, en el mal gusto. El primer episodio, F*ck, chancea con ello, al calcular los porcentajes de las palabras malsonantes más habituales en sus diálogos: la que centra el capítulo, la que grita en sus primeros minutos, se impone con aplastante mayoría con un 71%, frente al 19% de Damn, el 8% de bitch. “De todas las palabras de nuestro idioma, ninguna es tan maleable como joder. Es capaz de expresar toda la gama de emociones humanas”, expone en su labor de presentador, una afirmación que casi serviría para hablar de su talento, por el catálogo de GIF que ha originado. Sin embargo, el programa pronto parece deslegitimar ese valor, al definir el término como “la Tom Hanks de las palabrotas”; en el cuarto episodio, D*ck, Cage conjetura con reemplazar el diminutivo de Richard por el suyo, Nick, para referirse a un capullo. Nicolas no parece tener problema en aceptar la imagen un tanto inmisericorde de él como ego campanudo y que favorece su memificación, aunque cabe preguntarse cuánto hay en ese icono de él.

Paul Schrader aportó su experiencia para cuestionar la mitología en torno a la estrella: “Trata de aparentar que actúa sin estar preparado, pero lo está. Cuando hace algo de forma espontánea [...] luego me doy cuenta de que ha estado pensando en ello durante días. No es espontáneo en absoluto”, afirmaba en The Film Stage. Algo que también advirtió Richard Stanley después de colaborar con él en Color Out of Space (ídem, 2019): “Semanas antes de rodar, repasó el guion y señaló áreas donde creía que podía aportar algo al material [...] Los estallidos son premeditados”. Esos estallidos subrayan los enunciados más accesibles de lo que ha venido a denominar Nouveau Shamanic, una técnica interpretativa que bebe de la mística que siempre ha interesado a su fundador. Cage, dicen quienes lo han dirigido, busca conectar espiritualmente con artistas pasados en sus actuaciones, canalizándolos a través de un estilo expresionista desbordante. Un concepto más cercano a la posesión mágica que a una estrategia posmoderna, pero en cualquier caso difícil de sintetizar en un recorte de metraje.

Así como Como perros salvajes constituye su empeño por proyectar la energía de Humphrey Bogart sobre su silueta, Vincent Price podría intuirse detrás de los ademanes y manierismos desplegados en La historia de las palabrotas. Incluso la entonación y el aire sardónico que aporta a sus entradillas incitan a establecer este vínculo, aunque llegados a este estadio, cuesta certificar cuántas máscaras esconden la genuina personalidad de Cage, alguien que ha manifestado su desinterés por participar de la conversación digital y desvelar su rostro. Parafraseando una entrevista concedida a The New York Times: “No estoy en Instagram. No estoy en Facebook. No tengo cuenta de Twitter. Soy una persona reservada que no quiere que su vida privada se vea expuesta. Quería tener el misterio de las antiguas estrellas, siempre resguardadas en un aura enigmática. Es algo difícil de conseguir ahora”.

A lo largo de la miniserie, el lenguaje soez se revela como un reflejo evolutivo clave del ser humano. Su uso se torna una cuestión de supervivencia para la especie. Admitiendo la existencia de un significado burlón sobre sí mismo, o al menos conviviendo con ella, Nicolas Cage también se asegura la suya. Su evolución podría asimilarse a la propia cronología de algunas de las expresiones estudiadas en un programa, por otro lado, algo plúmbeo: las enriquecedoras lecciones históricas y culturales de expertos como la lexicógrafa Kory Stamper o el periodista Elvis Mitchell se ven entorpecidas por las continuas interrupciones de un elenco de humoristas forzado a tener ocurrencias sin filtro y sin tiempo, entregándose al mero uso de tacos. Los cortes de London Hughes, Nikki Glaser o Nick Offerman, independientemente de su potencial cómico, acaban resultando intrascendentes, exasperantes en el peor de los casos. Y sobre todo menos graciosos que la sola presencia de Cage en esta tesitura. Muy por encima de ella, si se permite.

Porque lo que justifica el interés en un formato como este no es ya lo disparatado del concepto, sino su conjunción con un protagonista convertido en arma arrojadiza por esos espectadores que ahora lo jalean. Si acaso, lo que La historia de las palabrotas le permite a Nicolas Cage es terminar de reapropiarse de su significado, de una imagen que probablemente tampoco sea la real. Estamos ante su acto kabuki definitivo. Hasta ahora, los memes habían colectivizado sus muecas. Todos podíamos ser Nicolas Cage, aun sin terminar de entender o descifrar lo que esconde una celebridad como él. Ahora él también puede serlo, si así lo quiere.

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