OPINIÓN

“La parábola sobre el poder político de Juego de tronos”, por Ramón Espinar

"La parábola sobre el poder político en Juego de tronos", por Ramón Espinar

Ramón Espinar

“Cuando arrancó la serie, en la facultad decíamos que Los Soprano era una lección de Psicología, The Wire un tratado de Sociología y Juego de tronos un manual de Ciencia Política. Y así ha sido, cerrando el arco de las tres grandes creaciones de HBO que han marcado la edad de oro de las series de televisión. Con una salvedad: a la hora de la verdad, Juego de tronos no ha terminado por ser un manual, sino una parábola.

El alegato final de Tyrion Lannister sobre “las historias” como cemento de la comunidad política es una reflexión posmoderna para una sociedad premoderna, una paradoja que abunda en uno de los errores más habituales de la serie, la incoherencia narrativa. Después de un despliegue de “nuda vida” agambeniana producido por el relato más bestial y sutil de un bombardeo - en forma de fuego de dragón - que haya visto una pantalla narrado desde el punto de vista de las víctimas, la reflexión sobre la política del relato no venía a cuento. Al menos, desde la perspectiva de la coherencia narrativa: todo Juego de tronos se ha movido en la dirección del “power is power” y quien mejor comprendió ese mundo nunca fue Tyrion, sino su hermana Cersei. Clausewitz hubiera sido de poca ayuda al ejército ruso si las tropas napoleónicas hubieran dispuesto de dragones del mismo modo que, en un Poniente sin magia, Cersei reinaría en un Desembarco del Rey decorado con las cabezas de todos nuestros personajes favoritos clavadas en picas.

El discurso más brillante de Tyrion no es el de un político, sino el de un finísimo analista sobre el poder que abre los ojos de Jon Nieve - qué desesperantes han sido ocho temporadas sin saber ni enterarse de nada que no le haya sido explicado al detalle por Sam, Sansa, Ygritte o el Maestre Aemon - ante la amenaza del fanatismo y la tiranía. Nuestro enano favorito no dispone de condiciones materiales para ser Lakoff, pero sí para interpretar a Lord Acton y recuperar lo más saludable de la tradición liberal británica: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Nos hubiera encantado que la historia de la princesa mendiga que se convierte en mujer empoderada y valiente terminara con un gobierno justo, que la rompedora de cadenas hubiera roto la rueda de las familias de Poniente para instaurar un régimen nuevo. Pero el régimen que traía era la monarquía absoluta, el reino de la arbitrariedad.

El tránsito de la rompedora de cadenas de la bahía de Mereen a la tirana de la masacre de Desembarco del Rey es la última lección política de Juego de tronos y es la parábola que vertebra toda la serie convirtiendo la tradición maniquea de la fantasía en ambigüedad. En Juego de tronos no hay buenos y malos, hay condicionantes sociales, relaciones de poder y resultados. Daenerys ha encarnado los momentos más épicos de la narración liberando esclavos, quemando a los khal de los Dothraki, sometiendo a su voluntad libertadora a medio mundo, hasta que nos dimos cuenta de que la fuerza de quien posee dragones no está en el proceso de liberación, sino en su voluntad.

La fuerza de quien posee dragones no está en el proceso de liberación, sino en su voluntad.

Juego de tronos ha dejado cabos sueltos, no ha resuelto buena parte de sus tramas y cometió la traición narrativa de no explicarnos absolutamente nada de los caminantes blancos que nos han atormentado durante casi una década. Esperamos de George Martin y su Canción de hielo y fuego que nos resarza con explicaciones y detalles sobre la naturaleza mágica de Poniente. Mientras tanto, tendremos que agradecer a Benioff y Weiss sus aciertos: la lealtad inquebrantable al desapego por personajes queridos por la audiencia y la capacidad de convertir una epopeya con decenas de niveles de lectura, también, en una parábola sencilla sobre el poder y lo que puede hacer con nosotros.

Cuando Samwell Tarly pretende una elección para la monarquía en los Seis Reinos provoca las carcajadas de los nobles de Poniente. No existen las condiciones para que el reino se comporte de forma electiva: no hay instituciones ni una correlación de fuerzas que le permita defender su posición de democracia en un sistema feudal. Su alegato es un simpático reflejo de la Utopía de Tomás Moro para los espectadores, pero es también el mensaje del personaje más sabio y más inocente: su modelo electivo provoca risas porque es inviable en un contexto feudal - de concentración del poder - al tiempo que atraviesa la cuarta pared recordándonos el antídoto contra el despotismo y la arbitrariedad: las reglas claras y la socialización del poder.

La lectura, desde cierta izquierda, de la temporada final como un alegato contra el cambio social es, en mi opinión, miope. Además de haber derribado barreras patriarcales como ninguna otra creación audiovisual, Juego de tronos invita a incorporar el acervo democrático y el establecimiento de pesos y contrapesos a la conversación contemporánea sobre el poder. Ver el socialismo en los arakh de los Dothraki y no en el empoderamiento de Sansa, los alegatos de Tyrion y Sam o en el hecho innegable de que es el pueblo libre quien ha afirmado la libertad de forma más rotunda en la serie, es vivir en un imaginario nostálgico de la Guerra Fría. En el mundo del siglo XXI, Juego de tronos es una vacuna contra los muros, la xenofobia, el machismo, la arbitrariedad y el fanatismo.

En una de las mejores crónicas escritas en castellano sobre el último capítulo, Elsa Fernández-Santos alertaba del reflejo de la decepción cuando termina el cuento y toca irse a dormir. En eso no acertaba: los mejores cuentos son los que se vuelven a visitar durante toda la vida y abren debates interminables. Cuando sucede, hay que dar las gracias.“

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