Opinión

Xavier Sardá, que te vaya bonito

La verdad es que la vida, pese a su implacable singular, nos regala plurales que son un lujo, desmintiendo la soledad del camino a fuerza de vida vivida, de pequeños momentos extrañamente robados a la voracidad del tiempo. En esos recodos del camino, una encuentra gente seductora, notable, tan rica en misterios que acaba amándola más por lo que esconde que por lo que muestra. Si miro atrás y paso el rastrillo a los recuerdos, las telarañas de esos momentos densos quedan enganchadas en la retina de la memoria, como lo que fueron, grandes momentos. Y miren ustedes, una se siente muy bien. Eso es lo que me ocurre con Xavier. Si me lo miro de cerca, no sé muy bien qué comparto con él. Algunas ideas sólidas, algunas esperanzas truncadas, quizá el amor por un programa loco, divertido, gamberro e inteligente, quizá complicidades de lecturas, experiencias, recuerdos. Acumulo decenas de conversaciones improvisadas, ahí mismo, en el pasillo del next coming, sin otra voluntad que la de llegar un poco más allá de lo frívolo y lo inmediato. Pero sólo un poco. De vez en cuando, como si fuera una perla insólita en el océano, mientras Montse y Juana maquillan nuestras muchas carencias, Xavier me suelta una de esas que te dejan el alma bailando. ¡Qué gran cabrón listo y sensible, este tipo! Y cómo engaña, con su pinta de tío al que no le preocupa nada, como si fuera el progre descastado y enriquecido que algunos de sus críticos titiriteros han querido dibujar. La verdad es que, después de ocho años intermitentes y leales, creo poder decir que Sardá es uno de los hombres más sutiles, profundos y sentimentales que he conocido, y eso que se pasa la vida escondiendo las emociones. Cuando una noche, frente al espejo, le observé oliendo un jersey que había pertenecido a Joan Ramon Mainat, y que él se puso para notar su aliento, y me dijo “huele a Joan Ramon”, confirmé lo que ya sabía. Que Xavier era un hombre fuera de lo común. Enfila su última semana en las noches de Tele 5, después de ocho años de dirigir y presentar el programa más discutido, visto, criticado, imitado y deseado de la televisión reciente. Por supuesto, su balance tiene claroscuros, y no me caen los anillos por decir que ni todo lo comparto, ni todo me ha gustado. Pero cuando uno lleva ocho años seguidos en televisión, compitiendo por las noches y ganando, y lo hace con un producto transgresor, sarcástico y sin duda inteligente, lo mínimo que podemos pedir es que alguna vez se haya equivocado. Al final, lo que queda es la capacidad de hacer televisión divertida, mordaz, desinhibida y crítica. Y lo repito: televisión crítica, no sea que algún moralista metido a crítico televisivo no me comprenda bien. Ya sé que ponerse las manos en la cabeza es lo mínimo que harían, si me oyeran, todos los que han enviado a Sardá y a Crónicas a los infiernos, aunque algunos van a reciclarse ahora que no lo tendrán en pantalla. Pelillos a la mar, después de haberlo enviado a la basura... Pero aunque se sonrojen, cabreen, indignen o sencillamente me ninguneen, y a pesar de las muchas tonterías que han escrito, lo cierto es que las críticas políticas más mordaces, brutales y directas que se han hecho en televisión en estos últimos tiempos las han hecho Sardá, Boris y Latre, mientras jugaban a reírse del mundo. ¿O habrá que recordar que hasta el mismísimo José María Aznar bajaba de vez en cuando de sus alturas celestiales hasta el mundanal ruido para señalar con su dedo al hereje marciano? Algunos momentos de Crónicas han sido memorables y difícilmente superables. Luego ha habido mucha carne, mucho culo, algún pito, cachondeo vario y una colección de tertulias sin otra vocación que matar el tiempo a cañonazos. Y entre pecho y pecho, gente inteligente que también ha paseado su palmito sin complejos. Julia Otero, en un genial vis a vis con Xavier, fue de las últimas que demostró que algunos progres escandalizados son más carcas que la legión de las FAES. Porque habrá que decirlo sin sordina, los de la derecha se han cabreado con Crónicas con motivo. Los de la izquierda han sido patéticos en su cabreo. Me lo decía el añorado Joan Ramon en algunas de nuestras conversaciones telefónicas robadas: “Algunos amigos nuestros no entienden nada en absoluto”. Esta es la última semana de Crónicas marcianas. Formo parte de los privilegiados que hemos tenido la suerte de pasárnoslo fantásticamente en su plató, con un equipo de categoría profesional y humana que ha mimado nuestros encuentros y nuestro tiempo. Por supuesto que hemos aprendido. De puertas adentro, porque la gente de Xavier y él mismo no son un equipo cualquiera. Pero también hemos aprendido de puertas afuera: sobre lo cainita que puede ser este país, sobre la tendencia natural a odiar el éxito y a despreciar el talento, sobre la mediocridad de los que reclaman altura, hemos aprendido que el triunfo se paga. Y, a la vez, hemos aprendido que, por encima de algunos gurús con cara de úlcera de estómago, la gente es más sabia de lo que parece, encantada de reír con un programa que se ríe de sí mismo. Ciertamente, Crónicas ha sido una escuela, y no sólo de televisión. En fin, Xavier, que te vaya bonito, mi querido lindo. Después de ocho años de inventar televisión, te vas porque quieres, cuando quieres, y con la audiencia en alto. Macho, lo tuyo es de lujo. No te voy a añorar, porque nunca los tiempos pasados son mejores, pero te voy a esperar, convencida de que en algún lugar de este tiempo que es nuestro tiempo, vamos a robarle al tiempo alguna otra conversación. Descansa, colega. Lo tienes realmente ganado.

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