¿Qué hacer con la telebasura?

Más ojos críticos

El presidente de la cadena educativa francesa France 5, Jean Pierre Cottet, ha promovido un debate entre su equipo y un grupo de investigadores sobre la noción de “consentimiento”. A saber: ¿por qué ciertas personas consienten en ir a exhibirse en los platós televisivos, y otras en contemplar la exhibición? El objetivo es discutirlo, no llegar a prohibir nada. Sencillamente, tratar de explicarse por qué ocurre lo que ocurre.

En nuestro país vecino son, por tradición, ilustrados. Reflexionan sobre lo que hacen, incluida la telebasura de la que tampoco ellos han sabido librarse. Saben que es inútil e improcedente poner límites y vetos explícitos a lo que es entendido y visto como un efecto de la libertad de expresión. La telebasura es un género indefinible, aunque reconocible de inmediato. Es la exhibición impúdica y descontrolada de la ordinariez y la grosería, la chabacanería y la vulgaridad, la humillación de los personajes, el lenguaje soez que se complace en una desinhibición desprovista de gusto y de gracia. Pero al público parece gustarle. No sólo son programas que mantienen audiencias envidiables, sino que sus contenidos y personajes desaforados son pasto que sirve de alimento a otros programas en principio más cuidadosos. Todo se mezcla, y la degeneración hacia una televisión que es mera bazofia se vuelve imparable. ¿Se puede hacer algo? ¿Hay que hacerlo?

Se pueden señalar, de entrada, algunos malentendidos que sirven de excusa para complacerse en un género que sólo merece el nombre de lo desechable. El primero es el de la audiencia. Es cierto que los programas carroñeros atraen a los telespectadores y disparan los índices de audiencia. Pero ¿alguien ha oído alguna vez un elogio encendido y entusiasta de la escoria televisiva? Sería lógico si es tan defendible. No obstante, lo unánime es la crítica. Porque las audiencias millonarias sólo son reflejo de una contradicción inherente a la naturaleza humana que no siempre ve lo que quiere ver ni compra lo que desea comprar. Vemos y compramos lo que nos ofrecen y, si la variedad fuera mayor, las preferencias sin duda cambiarían. Dejemos, pues, la explicación de las audiencias y detengámonos en otra: el entretenimiento. La televisión es sobre todo entretenimiento. Lo es, entre otras cosas, porque se ve, no se mira: se ve pasivamente, sin esfuerzo. De acuerdo. Pero el entretenimiento también es cultura. No es cultura de élite, en efecto, pero transmite un lenguaje, unos modos de comportarse, unos símbolos, una forma de relacionarse con los demás. También el entretenimiento contribuye a conocer el mundo, a construir escalas de valores o a acabar con ellas.

Recabar audiencias y entretener son dos objetivos honorables, pero no todo vale para conseguirlo. Minimizar la influencia socializadora y culturalizante de la televisión es cerrar los ojos a una realidad indiscutible. La de que algo hace la televisión aunque no sepamos decir qué es ni cómo moldeará las costumbres de las generaciones que ya ven el televisor como un mueble habitual. Es la forma de diversión más fácil y barata, más universal y democrática que haya existido nunca. Incluso los más desfavorecidos acceden a ella fácilmente y la prefieren a otras cosas previsiblemente más necesarias. “¿Por qué tengo televisión en color?”, explicaba una humilde mujer de una favela brasileña: “Porque es lo único en color que hay en mi vida”. ¿Podemos permitirnos el lujo de descuidar algo que ha acabado siendo tan imprescindible?

Nos hemos autoprohibido la censura y cualquier intervención en las libertades, salvo en aquellos casos en que se trate de impedir un daño a otros. No sé si la telebasura es nociva. Es imposible determinarlo porque no se pueden predecir ni calibrar los riesgos o los daños probables de un producto cultural que daña al espíritu o a la mente, pero no al cuerpo. Es más, los programas basura, en principio, no son para niños, sino para adultos que debieran saber cuidarse y protegerse a sí mismos. No es, pues, el argumento de la protección el que aquí ha de servirnos, sino más bien el de la dignidad y el buen gusto. Habría que rechazar la telebasura por amor propio. No son valores éticos, sino estéticos los que han de llevar a denigrarla.

El cultivo del buen gusto requiere educación, que a su vez significa una cierta contención y sofisticación de las costumbres. Es una noción muy simple de libertad la que la identifica con el destape de intimidades o la complacencia en las transgresiones más chocarreras. Como decía con acierto Vicente Verdú recientemente, algo tendrá que sustituir a la educación jerarquizada, reglada y tradicional, que establecía límites entre lo aceptable y lo inaceptable, una educación que hemos querido sustituir sin encontrar nada a cambio. La democracia significa más libertad, pero una libertad organizada, con ciertas fronteras, con ojos críticos que vigilen a las diversas instancias de poder. En el ámbito audiovisual, el modelo regulador está inventado. Todos los países de nuestro entorno, y de más lejos, tienen autoridades independientes que vigilan a las televisiones y establecen criterios sobre el buen y el mal hacer. En España, sólo dos comunidades autónomas -Cataluña y Navarra- se han dotado de tales autoridades. El Senado aprobó en 1994 la creación de un Consejo de los Medios Audiovisuales estatal, pero nunca llegó a crearse. No digo que el tal Consejo sea una fórmula mágica ni la panacea para corregir todos los desmanes, pero algo ayuda. La televisión pública catalana no ha condescendido a las tentaciones de la basura rosa o sexuada. Y que la televisión pública sea capaz de dar un cierto ejemplo no es un logro desdeñable.

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